REVISTA CHILENA DE LITERATURA Abril 2011, Número 78, 279 - 285

IV. RESEÑAS

MANUEL VICUÑA, UN JUEZ EN LOS INFIERNOS. BENJAMÍN VICUÑA MACKENNA

SANTIAGO: EDICIONES UNIVERSIDAD DIEGO PORTALES, 2009. 243 PP.

“Cuando los grandes espíritus que habitan la tierra emprenden su eterno vuelo, no lo llevan todo consigo. Algo queda en su nombre, en su morada, alrededor de su tumba” (26), dice Vicuña Mackenna, en lo que parece coincidir con el desiderátum de la lectura que Manuel Vicuña propone sobre el hombre: recuperar a través de los trazos y líneas de fuga de su biografía y su obra parte de su legado, ese que a pesar –o tal vez a propósito– de profuso, ha sido hasta hoy escamoteado por la interpretación crítica de conjunto.

Cuesta sin duda dar coherencia a una vida entrecruzada con una obra como la de Vicuña Mackenna. Son cortas las distancias entre una y otra y son más tenues los límites que el historiador decimonónico parece solazarse en vencer sin regla. Pues además, como bien muestra el crítico que aquí leemos, esos cruces no son solo voluntarios, sino también signos de su tiempo, constitutivos y constituyentes, consecuencias y condiciones de la estructuración del rol del historiador como naciente actor cultural y político de las nuevas naciones.

En diecisiete capítulos que tienen la forma de postales en que aborda episodios, líneas de desarrollo, genealogías textuales, Manuel Vicuña va proponiendo una imagen del personaje decimonónico que seduce sobre todo porque evidencia ella misma su proceso constructivo, abordando desde distintas entradas, siempre parece que tentativas, las connotaciones humanas y culturales de esta obra completa de impresionante energía humana que fue la de este “Hércules de la literatura chilena” –como le llamó Bartolomé Mitre.

La pasión de Vicuña Mackenna por el trabajo archivístico y su ejercicio histórico “arqueológico”, de reconstrucción de trayectorias a partir de restos, que lo lleva incluso a postular, en palabra del crítico, a una “pasión necrofílica”, se articulan de manera coherente con la voluntad radicalmente fundacional del historiador que asume que construye el mundo al ritmo de su pluma. Vicuña Mackenna hurga en los archivos polvorientos de Indias, en los papeles mohosos de las familias, igual como rescata y atesora los huesos del Abate Molina, con su pasión de apresar y no dejar escapar el hálito de la historia. El historiador mesiánico, cuyo verbo dice al tiempo que hace, emerge aquí con toda crudeza en un primer capítulo que adelanta el continuo trasvasije entre las dimensiones de la vida y la obra.

Sobre esta experiencia de construcción de un sujeto cognoscente, el autor propone considerar el método de Vicuña Mackenna (que anota credenciales en las aportaciones de la llamada “historia narrativa”, argumentada por Andrés Bello) como la materialización de “un ethos de la disciplina o una poética del saber histórico” (92) que emerge en nuestro país con anterioridad a –y agregamos nosotros, como condición de– su profesionalización. Pues los cambios en las condiciones de producción del conocimiento histórico exigían la recuperación del tremendo archivo documental colonial, a la vez que la recomposición de ese “archivo” disperso, que en las ex colonias venía siendo seriamente amenazado por la inexistencia de políticas de resguardo del patrimonio colectivo en el período postindependentista. Pesquisar, rescatar, conectar datos para que se transformaran en cuerpos significantes, era labor inexcusable de un intérprete pero a la vez constructor de la memoria nacional, tal como se consideró Vicuña Mackenna.

Mediante la narración de los diversos cuadros de procesos, coyunturas existenciales y/u obras de Vicuña Mackenna, Manuel Vicuña nos provee de una imagen compleja sobre las condiciones de producción de la historiografía del siglo XIX, en reciente proceso de conformación como campo relativamente autónomo y situada aún en la tierra de nadie del emprendimiento privado (sin patrocinio estatal) y sus limitaciones. Su desempeño en archivos extranjeros a costa de sus propios recursos, muchas veces en condiciones de exilio político, o la exigencia de hacer frente a críticas e incluso segregaciones despiadadas de los actores aludidos o sus familias, fueron parte de las condiciones que Vicuña no solo afrontó sin desfallecer, sino que, tal como nos enseña el crítico, interpretó como confirmaciones de la necesidad de una historia que se entendiera como Misión cívica para abrir la nueva república.

Este sacerdocio cívico, nos explica el autor, es condición epocal a la que Vicuña otorga virtuosa coherencia con su concepción de una práctica disciplinar confiable. Para él sólo hurgando con paciencia y minuciosidad en las catacumbas de nuestra memoria, en los anaqueles y sepulcros donde la historia está petrificada, a la espera, es que la experiencia pasada cobra vida a través de nuestra pluma. La historia como experiencia exigía para él la acuciosidad del científico que registra uno tras uno los folios de la memoria.

Y esa “ansia de confiabilidad derivada de la “cita autorizada” y del “documento fehaciente” (110), es la certeza que el historiador requiere para concretar lo que entiende como su función cultural: la construcción de una memoria futura de la nación, que para Vicuña Mackenna debía ser equilibrada y ecuánime, de manera de colaborar a restituir en medio de las memorias dispersas y egoístas, de “partido”, el juicio justo de los siglos. Como dice el crítico, la historia que emergía de los archivos, junto con autoridad disciplinar, investía también de autoridad ética (107) a este héroe/sacerdote cívico que es el historiador.

Manuel Vicuña nos muestra además cómo la conciencia “pública” del historiador decimonónico le impele a disminuir sostenidamente su distancia respecto de los acontecimientos nacionales candentes para inmiscuirse en la inmediatez del día a día de la “historia incandescente” (84) como juez y parte, beneficiándose de sus redes, polemizando y movilizando a la opinión pública nacional para incidir en el rumbo político. Vicuña habla aquí de una “epistemología de la inmediatez” (102) para calificar la pasión del historiador por cerrar al máximo la distancia entre los hechos, su escritura y su difusión. Así ocurre durante la coyuntura de la Guerra del Pacífico o la defensa del la libertad electoral en tiempos de su campaña presidencial, momentos en los que da fe de su capacidad para aprovechar simultáneamente los beneficios del telégrafo, del ferrocarril, de la prensa y del testimonio directo de los protagonistas, para la construcción de su historia en clave de urgencia.

Un juez en los infiernos sustenta que el valor que Vicuña Mackenna otorgó a la voluntad como fuerza constructiva en la historia no solo fue tematizado, por ejemplo en su reivindicación de los que consideró grandes genios de la patria, entre los que incluyó a Portales junto a los Carrera, O´Higgins y San Martín, sino también vivenciado, en razón de aquel sentido “sacerdotal” y heroico que adjudicó a su praxis disciplinaria. Con una sensibilidad que actualizó el repertorio actitudinal clásico de los románticos, Vicuña se dedicó consistentemente a recopilar huellas, indicios documentales para erigir el mapa más preciso posible de lo que entendió como nuestro patrimonio histórico.

Asimismo, el crítico muestra la dedicación consciente y sostenida del historiador decimonónico al fomento de nuevas plataformas de circulación y difusión del conocimiento histórico. Su esfuerzo por propiciar el progreso de la imprenta no solo para la difusión de obras, sino como soporte de un vivo mercado editorial, y su interés en el fomento de la prensa como un medio para crear un potencial mercado masivo, denotan su compromiso concreto con el objetivo de la ampliación del público lector (que concreta a través de la publicación de muchos de sus libros en los periódicos, por partes) y con la profesionalización del escritor y su independencia de los poderes sociales y políticos.

El historiador se revela como pionero en la modernización del campo cultural nacional y por ende en su democratización, con plena conciencia de en qué medida la conformación de un mercado de bienes culturales involucraba desde políticas de alfabetización hasta movilización de públicos lectores, instituciones y medios de comunicación. Solo valorizando económicamente los bienes simbólicos se les dotaba de un lugar propio, autónomo, en las nuevas condiciones, entendía. No hay en Vicuña Mackenna, nos deja claro el autor, nada de aquella actitud defensista que animó a la casta letrada de fines de la Colonia. Lejos de promover la mantención de los derechos culturales de exclusividad de las élites, el historiador decimonónico aboga, por el contrario, por la ampliación sin restricciones de las redes masivas de circulación de las ideas, aun al precio de la ruptura del halo aurático de su producción.

La propuesta de lectura de Manuel Vicuña sobre el historiador tiene en este punto su mejor desarrollo, al iluminar la figura de Vicuña Mackenna en su condición de sujeto entre-tiempos, ubicado en esa inflexión epocal en que el campo cultural se expande a la vez que perfila sus límites internos y externos, en el tránsito de la figura del funcionario al polemista y del espectador al público, que es, asimismo, el del letrado al intelectual.

La construcción de la opinión pública es una labor de la que Vicuña Mackenna se hace cargo sostenidamente desde sus biografías y textos históricos para, en su plan, construir una memoria de “rigor ecuánime” reconciliadora de bandos enemistados por ansias de partido (107), o particularmente, motivando posiciones políticas en las coyunturas críticas de la Guerra del Pacífico, del gobierno de Montt o de la defensa de la libertad electoral en su “campaña de los pueblos”. Esa labor, multidimensionalmente muy bien dibujada en Un juez en los infiernos, supone una vocación política fundacional que, no obstante, no siempre tiene una expresión democratizante en términos políticos, contradicciones de las cuales Vicuña Mackenna también es evidencia, probablemente como consecuencia de su misma condición de sujeto entre-tiempos. Nuestro personaje no solo es un escritor excesivo y un historiador excéntrico, sino también contradictorio, debiésemos recordar.

Manuel Vicuña no aborda esas contradicciones, amén que las enuncia. Porque Benjamín Vicuña Mackenna es un liberal idealista y comprometido, adelantado y modernizador, pero es al mismo tiempo un legislador y político dispuesto a declamar en favor de la conquista de Arauco con argumentos que resucitan el más añejo derecho de guerra. No hay en él embarazo alguno en declarar –como lo hizo en 1868– que “Delenda Arauco!” es “la divisa de nuestra generación”, aun sabiendo, como sabía, que la ocupación de la Araucanía se libraría con sangre (es él mismo quien cuatro años antes alertaba sobre “ahorrarnos” con métodos pacíficos “todo el oro y la sangre que vamos a prodigar” en aquella campaña).

Sino dos frases preventivas que poco justificadamente ahorran al autor integrar esta dimensión a la composición del pensamiento del historiador, no hay tampoco señas en el texto sobre las consecuencias de este etnocentrismo que animó al legislador Vicuña Mackenna en la construcción de su propuesta de “Bases” para la inmigración extranjera, de 1865, o al historiador en la propia construcción del monstruo quintralesco, esa “mesalina indo-alemana” producto de la mezcla de razas, tampoco lo que motivó su biografía sobre Lautaro de 1876, a quien caracterizó como “bárbaro, cruel, ébrio, falso i hasta traidor, es decir, indio araucano en toda la estensión de los defectos de su raza” (6).

Los monstruos de Vicuña Mackenna, son los monstruos de su sociedad, nos atrevemos a agregar a la interpretación de Manuel Vicuña. Y si algo hay de “fronterizo” en Cambiaso o la Quintrala es su condición de límite del horizonte hegemónico de la época, cuerpos que, en tanto barbarie biologizada, cual virus en permanente acecho, representan un riesgo perenne para el orden y debían ser cuidadosamente vigilados y oportunamente alojados tras las fronteras de la nación.

En esos calces y descalces con el discurso dominante, también etnocéntrico y racista vive el Vicuña Mackenna real, el autor complejo, adelantado a su época pero hijo también de ella, víctima del poder despótico pero también cómplice de una política que arrojó otras víctimas, esos “otros” que no podemos seguir albergando en el apéndice de las trayectorias sino a riesgo de transformarnos en espejo autopiético de las propias élites letradas.

Sintomáticamente, el Apéndice de Un juez en los infiernos concluye con una imagen gemela a la que cierra otra obra latinoamericana de la centuria, en que el cráneo del rebelde (Cambiaso aquí, el Conselheiro en la otra) es paseado a vista de los habitantes de la ciudad para solaz del orden que triunfa. Sería importante siempre que el crítico latinoamericano no dejara de recalcar que ese paseo, que esa suprema barbarie, allende los Andes como aquí, fue signo fatal de la amenaza a la cual se hallaban expuestas nuestras débiles democracias, y ello a pesar de las vocaciones, pero a veces también con la complacencia de las políticas de nuestros “ideólogos renovadores”.

 

Alejandra Bottinelli Wolleter

Universidad de Chile
alejandra.bottinelli@gmail.com