El gesto -el trabajo de rescate- de Leónidas Morales en este estudio de las Cartas de Petición escritas por personas sometidas a la represión militar o por sus familiares, entre los años 1973 y 1989, anima en mí múltiples complicidades.

De todas ellas, diría que la más determinante es concederle a la escritura -devolverle, aquí- toda su potencia política. Puede parecer paradójico: las cartas que presenta y analiza el autor en esta su obra manifiestan todo lo contrario, la acongojadora impotencia ante una situación de desmedro. Pero, leídas como textos -es decir, recorridas y recibidas en lo que su decir dice y sigue diciendo, en los mapas de sentido que las palabras arman, más allá de ellas, al chocar una con otra, en su evitar algún término, en su adoptar una fórmula, en su obsesiva enumeración, en el tenor y calibre de aquello que piden (la palabra calibre es aquí irrisoria)-, leídas entonces estas cartas de petición como textos, emerge la magnitud de su fuerza. Me gusta recordar lo que indica Barthes respecto de la escritura, que ella no es comunicación, sino intimidación. La gravedad de estas cartas, la gravedad de su escritura, el peso que sostienen y que, a la vez, nos traspasan, es la delicada (y dedicada) lectura, indagación y propuesta literaria que nos presenta Leónidas Morales.

Hay momentos en que el lenguaje no encuentra justicia propia (ignoro incluso si ambos términos pueden ser acercados, pero la justicia se halla inevitablemente atravesada por las palabras, y ello, sin hablar del Derecho...). Hay momentos en que el decir dice apenas, a duras penas. La relación entre tiempo y lenguaje sí que es certera: las palabras son pequeños trozos de historia, que transportan a la vez consigo, en su misma densidad, la historia que es suya, la historia de sus inextricables sentidos, de sus cargas y mañas. Leo las cartas de petición publicadas por el autor: la calificación reiterada en tantas de ellas, "sin patente", "vehículo sin patente", desde ya duele. Así como la palabra "enfrentamiento". En ambas sabemos la escena que estos términos aglutinaban en aquel tiempo. La expresión paradero o "lugar desconocido" tiembla en todas las direcciones que, ya entonces, se adivinaban y que hoy conocemos. O, y este hecho nos concierne e interpela como sociedad, que hoy aún desconocemos. El tiempo de estas cartas permanece abierto. Es éste otro gesto del autor, sacar estas misivas del olvido -"nadie más ha venido a leerlas", señala que le fue dicho en los archivos de la Vicaría de la Solidaridad, "Nadie más ha venido a leerlas" repite el autor y titula de este modo un capítulo de su libro-, sacarlas entonces del polvo del olvido y hacerlas circular, reparar en su destino público reparando su no-recepción histórica por los destinatarios a quienes iban dirigidas y reparando su privatización, según la fórmula lapidaria de Andrea Ocampo, que escribe a propósito del Patio 29: "Se privfó] de vida para privatizar la historia"1. Pero creo entender, o más bien saber, saberlo en la experiencia, que la historia, la Historia, no sucede en un momento (a menos de confundirla con el relato mediático, con los hechos noticiosos -su mercancía siendo, precisamente, la noticia- que alimentan la idea de información y la noción de actualidad), sino que la Historia crea un tiempo, lo crea y es creada por él. Con la confusión escandalosa del Patio 29 que trascendió durante el año 2006 quedó en evidencia que permanecíamos aún en el tiempo del "paradero desconocido". Y, si me permiten un salto riesgoso, en el sinnúmero de manifestaciones públicas de los tiempos presentes respecto de las cuales los medios desconocen o callan el discurso, el motivo o móvil, reteniendo únicamente la forma de "enfrentamiento" que ellas pueden presentar, algo, algo del escamoteo que sufrió esta palabra bajo la dictadura sigue haciéndose presente. En hilachas, claro, y en otra proporción.

Si toda carta, propone el autor, es inspirada por el vacío -vacío de distinta naturaleza: ausencia, distancia física, simbólica o política, que hace "fracasar el proyecto de la comunicación verbal" y que la carta intenta conjurar en un "diálogo fantasmal"-, estas cartas de petición dejan a la vista no solo algo que falta, sino que, en la magnitud de aquello que señalan como bache, constituyen a las y los emisores de estas misivas en "signo de un orden roto". Leónidas Morales recalca la desproporción del diálogo entre estas cartas y sus destinatarios, sugiriendo entrelineas que eran respondidas a través de otros textos, los "bandos militares" dictados por la Junta Militar, o, al hacer el análisis del discurso del padre Hasbún y de la mañosa "Carta a los chilenos" escrita por Pinochet desde su arresto en Londres, exhibe la impávida contraparte, la contundencia del gélido silencio al que estas cartas estaban dirigidas.

Es este silencio que emerge de las cartas seleccionadas por el autor. Veo en esta selección una delicadeza que apunta a hacer audible, audible e insoportable aquel silencio que ya está presente en la escritura de las propias cartas de petición. Por ejemplo, el silencio más silencioso de lo que fue la violencia represiva en zonas rurales, haciéndole justicia a la permanente centralización de este país. Otro miramiento del autor es que no trata estas cartas como un material entre otros, no se detiene en la minucia -portentosa, sin embargo, pero referida a un horror general-, sino que subraya la posición que ocupa quien escribe, la "intemperie", pero una intemperie compartida por muchos, que apunta al proceso de ruptura de un orden social, jurídico, político y ético. Es decir, al no detenerse en el caso a caso de aquello que piden estas cartas, sino leer en ellas la brutal asimetría de quien, subraya el autor, desde una "identidad social [que] no aparece ligada a ninguna dignidad institucional" -por lo tanto "expuesto" en su máxima exposición-, le escribe a una autoridad articulada jerárquicamente con el poder dictatorial, lo que realiza el autor es una partición en que, por un lado, preserva el dolor, no lo sentimentaliza ni lo mediatiza, lo retiene en el seno del relato y del escándalo al que pertenece, y, por otro, conserva -restituye en el tiempo y proyecta- la dignidad histórica de estas cartas, por el descalabro ético y político que dejan inscrito. En este sentido, el autor permite que la traza de estos acontecimientos permanezca intacta. La exposición a la cual el orden arrasado lleva a las y los emisores de estas cartas de petición no se manifiesta solo en aquello, ferozmente elemental, que solicitan (entender, por ejemplo, cómo una agresión perpetrada por terceros -personajes turbios que, como solía suceder, resultaban vinculados a algún aparato represivo- sobre las víctimas que escriben la carta, se invierte enloquecedoramente pasando a ser ellas supuestamente las agresoras y sufriendo la subsecuente sanción; poder remover el cuerpo de una hija enterrada en un mismo cajón con un hombre, y otras demandas), sino en los recursos discursivos que ponen en obra. Estos recursos -como la obsesiva exactitud en las descripciones, la "glorificación del detalle" (...) "cercana al delirio"- son analizados por Leónidas Morales como indicio del "grado de regresión" alcanzado por el sujeto durante la dictadura, de la "desinstitucionalización a la que es sometida su verdad". Es decir, seguimos leyendo en estas cartas el relato de cómo es la propia situación de injusticia la que produce desquicio, la que impide saber si es la realidad o el sujeto que delira.

Estas "tretas del débil", como pueden ser los argumentos esgrimidos en las cartas de petición que aluden, defensivamente, a la "poca peligrosidad para la Seguridad Nacional de los familiares detenidos", traen a la memoria otros trágicos y más recientes episodios -que no puedo dejar de evocar, porque apuntan a una condición de ciudadanía aún pendiente-, como fuera el asesinato en serie de las jóvenes en Alto Hospicio y los argumentos desplegados por sus familiares, que frente a las afirmaciones oficiales o públicas de que las jóvenes pertenecían a familias mal constituidas y eran sueltas, recurren al carácter infantil, angelical, impoluto de sus hijas, dando cuenta de una similar asimetría e ilegitimidad en las estrategias discursivas2.

Pero no estamos comentando los hechos que traen al presente estas cartas (suponiendo que aquellos hechos no sigan siendo estos hechos, en un presente irresuelto que es el tiempo de la memoria, más aún cuando no es exclusivamente el tiempo que permanece abierto, sino también la justicia que se encuentra boquiabierta). Es el gesto de quien compila, comenta y lleva a cabo una labor crítica en torno a estas cartas de petición. Es el don que les hace de lo que Jean Louis Déotte llama una superficie de inscripción3. No hay acontecimiento sin esta superficie de inscripción, señala, a la vez que recuerda la afinidad en la etimología de las palabras ruina y acontecimiento, al estar ambas vinculadas con la noción de caída. Esta ruina de acontecimiento sería mayor en el caso de lo que él llama "los tachados", nuestros desaparecidos, que carecen de lo más elemental, los túmulos como primera superficie de inscripción. En este sentido, el presente libro se constituye en algo que participa del túmulo, conservando sin embargo la apertura del tiempo: "las catástrofes históricas deben quedar abiertas, porque han sido el lugar de acontecimientos que no eran solamente históricos, sino que podrían haber abierto la historia".

¿Cuál es el tiempo de una carta? ¿Cuál el tiempo que corresponde, no al, sino con el vacío subrayado por Leónidas Morales como condición -como inspiración y destino discursivo- de una carta? ¿Y cuál el tiempo de una carta de petición, de estas trágicas cartas de petición? No puedo dejar de ver en ellas un pliegue del tiempo, un tiempo que mientras más se dilata la escritura que expone los detalles cotidianos, más condensa su oquedad. (Recuerdo los votos para el Plebiscito del 87 siendo vocal de mesa, recuerdo la insistencia de algunas sufragantes en el pliegue, el pliegue remarcado, apelmazado por manos temblorosas antes de introducirlo en la urna). No se trata de una "bomba de tiempo" cuya "verdad" pudiera estallar en un "después". Es un tiempo lento que acude, que ocurre sin ocurrir. Como si no hubiese tiempo para escribir, como si ya escribir fuera una disciplina intolerable a la cual un cuerpo somete su urgencia solo por la promesa de ganar tiempo en lo que Leónidas Morales llama la evidencia o el presentimiento de una muerte. Es este tiempo traumático, que gira en balde, el que describe y fija -fija para aferrarse a algo, darse un aplomo- detalles insignificantes como "las mangas arremangadas" del chofer en cuyo vehículo ha sido avistado un pariente, el "bolso de cuero" en que son llevados los objetos que han sido incautados a una detenida, y otros. Y es este tiempo que se empuja en y entre las palabras, se escurre, gotea de entre las líneas de lo que ahora es un libro.

Nuestro continente ha dado cartas que escribir. El autor vincula las presentes cartas con antecedentes del género epistolar ligado a la petición en tiempos de la Colonia, diferenciando la tradición de las cartas de petición escritas por los conquistados -quienes, desde una posición excéntrica al poder, son los portadores del orden roto-, de las cartas escritas desde un rango público estatuido dentro del orden institucional. Estas últimas, sumadas a la correspondencia administrativa entre metrópoli y colonia, constituyeron en el tiempo, según Ángel Rama, un "intrincado tejido de cartas" que, llevadas y traídas por barco, conformaron una suerte de "cordón umbilical escriturario" de vital importancia para la instauración y la permanencia de un sistema vertical de transmisión desde la metrópoli, que no es otro sino el orden de los signos -la ciudad letrada- que subordina a los indígenas y otros sectores excluidos en lo que va siendo poco a poco "la ciudad real", así como subordina a quienes no participan de lo que yo llamaría, para darle connotaciones actuales, de la palabra administrada: esto es, el suelto decir de la oralidad, de la experiencia crítica, de aquellos cuya lengua -sin hablar de su idioma- va siendo expulsada de los asuntos comunes.

Nuestro continente ha dado muchas cartas que escribir. Podríamos decir que hay un tiempo, por sobre los tiempos, que -retomando a nuestro favor la figura del cordón umbilical- nos alimenta. No es que lo haga directa o literalmente: sabemos cuan revuelto es el tiempo de este continente, en la coexistencia de épocas disímiles, en sus desiguales "modernizaciones", aunque desde la conquista se hubiera vuelto moderno, según Sergio Rojas, por saber desde entonces "de la catástrofe de la idea de mundo" y por hablar el ladino más de una lengua (la propia y la del conquistador)" y saber así "más de la cuenta", saber "que ya no hay mundo"4. Las fechas no se anclan con la certeza ni el consentimiento común con que, según el mismo Jean-Louis Déotte, ciertos países de Europa construyen su historia -y su "olvido en común"-, sino que se suspenden, retornan. Impulsan velocidad a acontecimientos posteriores. Si en la disputa por la memoria en el Chile de las últimas décadas ha sido preciso sostener que los crímenes de Estado llevados a cabo por la dictadura militar no pueden ser reducidos a una problemática específica -el "tema" de la violación a los Derechos Humanos-, ni que éstos interpelen exclusivamente a los que se encuentran directamente involucrados -en su figura más visible, los familiares de desaparecidos-, sino que se hace imperativo desbordar la voluntad de los sectores conservadores de encerrar esta herida social en un nicho, este libro irrumpe, trayendo hasta la literatura su acuciante cuestionamiento, la puesta en palabras y la puesta en forma, a través de cartas, de lo que fue aquella violenta ruptura de un orden político y ético, nuestro delirio.

Guarnan Poma de Ayala escribe su Coránica a lo largo de treinta años de marcha a través de las injusticias que aquejan a los suyos. Guarnan Poma camina escribiendo o escribe caminando durante treinta años. Su extensa carta no llega a destino, pero crea otros destinatarios tres siglos después. Es este otro gesto de Leónidas Morales, la constitución de nuevos destinatarios para estas cartas atrapadas en un tiempo, y cuya petición, como concluye el autor, aún sigue formulándose.

 

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NOTAS

1 Andrea Ocampo. La democracia imaginaria. Santiago: Animita Cartonera, 2007.

2 Ver, al respecto, el artículo de Jimena Silva. "Ángeles del desierto. Tensiones Discursivas en torno a la Ciudadanía y la Sexualidad en el caso Alto Hospicio, Iquique". Revista de Ciencias Sociales, vol. V. Universidad José Santos Ossa. Antofagasta, Chile, 2003.

3  Jean Louis Déotte. Catástrofe y olvido. Las ruinas, Europa, el Museo. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 1998.

4 Sergio Rojas. "El tono de la identidad", en Ensayismo y modernidad en América Latina. Carlos Ossandón, Comp. Santiago: Arcis-LOM, 1996.