El Rabinal Achí o Danza del Tun1 es una obra de teatro maya achí que data aproximadamente del siglo XIII d. C. Se trata de una obra representativa del período posclásico maya2, puesta en escena en la comunidad de Rabinal de Guatemala hasta el día de hoy. A fines del año 2005, el Rabinal Achí fue declarada por la UNESCO una de las 43 nuevas Obras Maestras del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.

En 1986, la Danza del Tun fue abordada como objeto de estudio por un equipo interdisciplinario de investigación, dirigido por el antropólogo Carlos García Escobar, e integrado por Hugo Fidel Sacor, Silvia Álvarez Aguilar y Enrique Anleu Díaz. La investigación dio como resultado la primera traducción directa del quiché al español que incluía una propuesta de composición de la danza y de la música. El proyecto contó además con la colaboración de José León Coloch, actor integrante del grupo teatral que desde la década de 1950 ha participado en las sucesivas puestas en escena de la obra y es el heredero por parte del director del elenco, Esteban Xolop, de todos los elementos coreográficos, trajes, máscaras e instrumentos musicales utilizados en la representación de la Danza del Tun. En el año 2000, José León Coloch, dueño y principal del drama danzario Rabinal Achí, recibió la Medalla Presidencial, por su labor como depositario y encargado de conservar vigente la obra (García 1).

Desde el siglo XIII al XVII, el Rabinal Achí fue representado sistemáticamente en las comunidades maya achí. En 1625, el oidor Juan Maldonado de Paz, Juez oficial de la Casa de Contratación de las Indias, prohibió su escenificación, lo que trajo como consecuencia que a partir de esa fecha y hasta 1856, la obra fuera representada clandestinamente3.

A mediados del siglo XIX, entre 1850 y 1855, fue dictada en maya-achí, al abate Brasseur de Bourbourg, cura párroco del pueblo de San Pablo de Rabinal4, por Bartolo Zis, el “depositario” del Tun y encargado de conservar la obra. Bourbourg la transcribió al quiché y posteriormente hizo una traducción al francés. De la versión publicada por el abate en 1862, Georges Raynaud hizo una nueva traducción en 1928, de la cual dos años después, Luis Cardoza y Aragón elaboró la primera traducción al español. Es a partir de esta versión del Rabinal Achí que desde perspectivas históricas, antropológicas, sociológicas y literarias se ha realizado gran parte de las investigaciones sobre la obra.

Aparentemente, a partir de 1856 fue levantada la prohibición de la que había sido objeto el Rabinal Achí durante más de doscientos años y la obra volvió a ser puesta en escena públicamente. Gracias a la escenificación se restauró una escritura de gestos, sonidos y movimientos de los cuerpos maya-achí y queché en el espacio escénico mesoamericano del siglo XIX, que actualizaba otras escrituras, aquellas compuestas por los cuerpos prehispánicos (Schechner 60). Se recompusieron ciertas técnicas corporales ancestrales y algunos procedimientos de apropiación por medio de los cuales los actores se despojaron de su cuerpo normal para alcanzar un cuerpo mágico5. Se recompusieron sonidos de instrumentos de viento y percusión, planteando propuestas de sentido y significación. Las voces variaron en entonación, potencia y timbre para restaurar unos discursos poé-tico-dramáticos primorosos, en tanto prolíficos en metáforas, paralelismos, difrasismos, estribillos y formas reverenciales. La escenificación del Rabinal Achí o Danza del Tun actualizó una propuesta dramática ancestral inserta en el esquema religioso de las culturas prehispánicas, en la que el cuerpo operaba en cercano contacto con la naturaleza y el cosmos, interpretando sus ritmos, combinaciones, pausas y cortes.

La obra, considerada la mejor expresión de la cosmovisión de Rabinal, se sigue representado hasta el día de hoy en el Departamento de Baja Verapaz, durante la fiesta patronal de San Pablo6, junto al baile de los Negritos y Paxcá y el Chico Mudo. Según Georges Raynaud, el Rabinal Achí es “la única pieza del antiguo teatro amerindio que ha llegado hasta nosotros” sin que en la forma o en el fondo pueda descubrirse “la más mínima traza de una palabra, de una idea, de un hecho, de origen euro-peo”7. Lo que no significa, según lo señala el mismo Raynaud, que no obren en ella influencias nefastas indirectas, como aquellas que contribuyeron a truncar el texto, omitiendo toda referencia al esquema religioso en el que éste estaba inserto. Es curioso que Raynaud haya afirmado esto en circunstancias que para las culturas mesoamericanas la religión daba unidad y sentido a todos los momentos de la vida personal y social (Portilla, Literatura del México 241, Garibay 356).

“La religión no desempeña aquí ningún papel; ni una sola vez se habla de los dioses; ninguno de sus nombres se cita: ningún rito, ni la más pequeña señal de ceremonia religiosa; ningún sacerdote representa siquiera un papel mudo (las águilas y jaguares sólo son guerreros distinguidos, podría decirse “condecorados”). ¿Cómo es, por ejemplo, que cuando el drama termina; cuando el Varón de los Queché cae muerto por esas águilas y jaguares, no le arrancan el corazón y lo presentan a los cuatro puntos cardinales y a sus dioses, y después al Sol y a su animador sobrenatural” (Raynaud 109-110).

 

EL RABINAL ACHÍ, LA FÁBULA

El Rabinal Achí pone en escena un conflicto de poder entre los grupos quiché, es decir, entre diferentes casas de conglomerados familiares y los de Rabinal, una rama de la casa quiché. Los investigadores señalan que el drama representa el reclamo que los rabinales del siglo XIII le hicieron a los gobernantes quichés por haber destruido varios de los pueblos del valle, por lo que desistieron de pagarles el tributo correspondiente, razón por la cual éstos los invadieron. Los indígenas de Rabinal vencieron a los queché y sacrificaron a uno de sus guerreros, el Varón de los Queché.

Este último antecedente es particularmente importante, en tanto permite afirmar que el Rabinal Achí sí refiere al esquema religioso de las culturas mesoamericanas, en tanto actualiza una de sus prácticas más controvertidas y más importantes en el marco de la celebración de sus fiestas religiosas, el rito sacrificial del animal humano, en este caso, como resistencia a una forma de agresión, la invasión territorial. En la obra, el Varón de los Queché ha puesto “señales” en territorio vecino, es decir, lo ha invadido, provocando destrucción y muerte. El territorio, para las culturas indígenas, poseía y aún posee, una densidad sensible, afectiva, incluso sonora, inconmensurable.

“Los indios tenían también creído que todos los montes eminentes y sierras altas participaban de esta condición y parte de la divinidad... consideraban que lagos, cuevas, montañas eran puntos de contacto privilegiados entre el mundo de los dioses y la superficie terrestre” (Gruzinski 97).

En el territorio demarcado se producía el equilibrio entre los mundos, el mundo de arriba, el de los cielos, y el inframundo8. Desde este punto de vista, la invasión territorial implicaba para las culturas prehispánicas una forma de agresión radical que imposibilitaba el desarrollo de la vida de las personas. El sacrificio del invasor era entonces, una modalidad de reparación de la violencia ejercida en contra de ese espacio intermedio en el que actuaba, según el ritmo sagrado del universo, el dios de la dualidad, representado en varios dioses.

Luego, si consideramos que la práctica del sacrificio fue uno de los ritos indígenas más denostados por el hombre europeo desde su llegada a este continente, junto al canibalismo ritual y al empleo de sustancias alucinógenas, todas consideradas prácticas demoníacas, se entiende que el texto finalice con una escena en la que el Varón de los Queché invita a águilas y jaguares a cumplir con “su deber” y que sea el discurso del acotador el que explicite escuetamente, en un supuesto, la práctica sacrificial.

“Las águilas y los jaguares rodean al Varón de los Queché: se supone que lo tienden sobre la piedra de los sacrificios, para abrirle el pecho, mientras todos los presentes bailan en ronda” (Rabinal Achí 71).

Las alusiones a esta controvertida práctica ritual figuran sin embargo, desde el comienzo de la obra en varios textos que el Varón de Rabinal le dice al de los Queché, “aquí pagarás ahora ese trastorno”, “aquí cortaremos tu raíz, tu tronco”, “ya no te acontecerá jamás, de día, de noche, bajar, salir de tus montañas, de tus valles. Es preciso que mueras aquí, que desaparezcas aquí.” El Varón de los Queché también refiere al castigo al que será sometido por los actos cometidos: “Ciertamente, procedí mal entonces, debido al deseo de mi corazón, y pagaré ahora bajo el cielo, sobre la tierra” (Rabinal Achí 32). Luego, en el Segundo Acto y final, el Jefe Cinco Lluvia señala: “Tú pagarás... Has dicho, pues, adiós a tus montañas, a tus valles, porque aquí morirás, fallecerás, bajo el cielo, sobre la tierra”. Para el espectador prehispánico, estos textos no daban lugar a equívocos, el Varón de los Queché, el guerrero cautivo, el invasor, sería sacrificado y lo único que habría podido eximirlo de este destino habría sido su sometimiento y humillación, es decir, su vasallaje, opciones descartadas por el personaje desde el inicio de la obra, “¡Vamos! ¿Sería un valiente, sería un varón, si me humillase, si humillase mi cara?” (Rabinal Achí 49).

A partir del Cuadro II del Primer Acto, la práctica sacrificial que protagonizaría el Varón de los Queché comienza a figurar explícitamente. Ejemplo de ello es la escena en la que el Jefe Cinco Lluvia anuncia que las concesiones destinadas a quienes morirían, verdaderos símbolos del inminente sacrificio, estaban disponibles para el Varón de los Queché: “Hay aquí doce bebidas, doce licores que embriagan, dulces, refrescantes... de los que se bebe antes de dormir... Hay telas muy finas... está la Madre de las Plumas, la Madre de los Verdes Pajarillos... quizás ese valiente, ese varón, vino para estrenar sus labios, su cara; vino para bailar con ella...”(Rabinal Achí 40) Luego, a partir del Segundo Acto, el Varón de los Queché solicita al Jefe Cinco Lluvia se le concedan estos favores “como suprema señal de su muerte, de su fallecimiento”. Así mismo, también solicita ser incorporado al mundo mítico y a las prácticas sagradas, a través de la transformación de su cuerpo en un cuerpo simbólico. Una de las subcategorías del cuerpo simbólico es el cuerpo objeto que representa alguna parte del ser humano en algún utensilio que puede emplearse con un propósito ritual (Weisz, Palacio 45). La incorporación del cuerpo desmembrado a la escena del sacrificio figura una ceremonia de iniciación, en tanto implica el despedazamiento del cuerpo y la renovación de sus órganos, la muerte ritual seguida de resurrección y plenitud mística.

“¿Es esa la mesa de tus manjares; es esa la copa en que bebes?...¡Pero si es el cráneo de mi abuelo; esa es la cabeza de mi padre, la que veo, la que contemplo! ¿No se podría hacer lo mismo con los huesos de mi cabeza, con los huesos de mi cráneo; cincelar mi boca, cincelar mi cara?

Está aquí, también, el hueso de mi brazo; aquí está el mango de la calabaza de metales preciosos que resonará, que producirá estruendo, en los vastos muros, en la vasta fortaleza. Está aquí, también, el hueso de mi pierna; está aquí la baqueta del tambor grande, del tamboril, que harán palpitar el cielo, la tierra, en los vastos muros, en la vasta fortaleza” (Rabinal Achí 60).

Este último favor, solicitado por el Varón de los Queché y concedido por el Jefe Cinco Lluvia, reafirmaba la condición ilustre del cautivo, en tanto solo los vencidos famosos podían aspirar a formar parte de la escena sacrificial. Francisco Monterde recuerda que las copas hechas con los cráneos de los vencidos estaban tanto más adornadas y eran más estimadas, cuanto más ilustre había sido el guerrero (Rabinal Achí 93).

El sacrificio, como práctica ritual materializada en ofrendas de animales, inclusive del animal humano, se remonta a por lo menos veinte mil años. Las investigaciones sobre el Oriente, Grecia, Europa megalítica, los Andes y América Central son unánimes en sustentar la importancia del sacrificio humano en el desarrollo social y religioso del hombre (Tierney 25-40). El sacrificio en estas culturas, en tanto mediación entre un sacrifi-cador y una divinidad, era considerado un mecanismo restaurador de la armonía de la comunidad y potenciador de la unidad social, en sentido ideológico (Girard 16); su práctica instalaba a las etnias que la celebraban en un lugar de poder.

Durante el período en el que el hombre europeo llega a América, los antiguos mexicanos, los náhuatl, estaban gobernados por la hegemonía de los mexica-culhua, para los cuales la pervivencia de su dios tutelar, Huitzilopochtli, estaba condicionada a la inmolación de seres humanos (Villanes, Córdova 22-23). El ejercicio sacrificial se desarrollaba en el marco de un sistema de creencias según el cual Huitzilopochtli, representado en varios dioses, y los hombres estaban en perpetua comunicación. Los seres humanos existían gracias a que los dioses, en un sacrificio primordial, con su sangre les habían dado la vida. Los hombres retribuían a los dioses ese don original, que había hecho posible su vida, con su propia sangre, accediendo de esta manera al proceso creador (Portilla, Literaturas Indígenas 70-71). La sangre, la sustancia mágica, el chalchíuatl, en tanto materialización de la contradicción simbólica del agua y del fuego, representaba el principio vital traspuesto al orden cósmico, la sangre del sacrificio contenía el principio de la vida, en tanto práctica regenerante y purificadora, verdadero principio de redención de la materia. La sangre alimentaba la vida cósmica y la social, que se nutría de la primera (Paz 59).

El sacrificio suponía una experiencia extracorporal que tenía como espectáculo al propio cuerpo. Durante esta ceremonia la atención crítica ejercida sobre las actividades diarias era suspendida, los participantes del rito, actuantes y espectadores, experimentan a través de estímulos sonoros y visuales, estados de alta concentración y de alteración de la conciencia. Música, ritmo, palabras, cantos y danza tenían el efecto de provocar el desprendimiento sensorial necesario para el estado de trance9. Luego, estos estados eventualmente eran exacerbados por el consumo de sustancias alucinógenas, las que desempeñaban la función de desmultiplicar lo real, dilatando los límites de percepción “ordinaria” (Gruzinski 216). En estos estados, el ser humano solía mantener una manera ritual de comunicación, la glosolalia, basada en una estructura rítmica dialógica con el sonido hipnótico de los tambores (Weisz, Palacio 97-123).

El tañer de los tambores se asocia a la emisión del sonido primordial, origen del ritmo del universo, representación simbólica del trueno, poder de muerte y fecundidad. El tambor es siempre un instrumento capaz de provocar en quienes lo escuchan la capacidad de establecer contacto con el “mundo de los espíritus”. Mircea Eliade señala que el contacto con el mundo suprasensible exige forzosamente una concentración preliminar, estimulada en las culturas ancestrales por el sonido del tambor. En este sentido, el tambor ocupa un lugar predominante en las ceremonias chamá-nicas, es decir, en las ceremonias de las técnicas del éxtasis, que posibilitan el despojo corporal como vehículo de tránsito entre el cuerpo normal y el cuerpo mágico.

En la obra, uno de los instrumentos musicales de la orquesta10 es el tun o gran tambor sagrado. Un instrumento que representa un microcosmos con sus tres zonas –cielo, tierra, infierno– al mismo tiempo que indica los medios a través de los cuales el chamán, es decir, el especialista de un trance durante el cual su alma se cree abandona el cuerpo para emprender ascenciones al Cielo o descendimientos al Infierno, realiza la ruptura de los niveles y establece la comunicación con el mundo de arriba y de abajo (Mircea Eliade 14-23). El sonido del gran tambor sagrado, en articulación rítmica y melódica con otros instrumentos de percusión y viento, marca el comienzo y final de la puesta en escena del Rabinal Achí. Este sonido primordial, restaurador de una sonoridad inscrita en el esquema religioso de las culturas prehispánicas mesoamericanas, fue lo primero y último escuchado por actores y espectadores participantes en la reposición de la obra de 1856 y, tal vez, de cada una de las puestas en escena del Rabinal Achí hasta nuestros días.

Pese a las inevitables transformaciones experimentadas por un texto escénico que, como el Rabinal Achí, fue puesto en escritura en el siglo XIX desde una concepción de realidad muy distinta, la transcripción de la obra no pudo sino revelar dimensiones del universo simbólico religioso de la cultura en la que estaba inserta. Esto no es extraño para unas culturas, como la maya y la náhuatl, en las que, tal como lo he señalado anteriormente, la religión daba unidad y sentido a todos los momentos de la vida personal y social (Portilla, Literatura del México 241, Garibay 356).

La fábula del Rabinal Achí relata, en un discurso poético profuso en figuras retóricas y recursos rítmicos, el proceso a través del cual el invasor, el Varón de los Queché, es conducido por el Varón de Rabinal hacia la muerte sacrificial, previa exposición danzada de los motivos por los cuales sería sacrificado. La trama narrativa se aparta del modelo lineal en el que una acción ascendente acumula tensión, alcanzando un punto culminante que suele consistir en un vuelco de la acción en sentido contrario, para finalizar en un desenlace. El Rabinal Achí comienza con una situación dramática de tensión máxima que no refiere a la secuencia temporal clásica. Al avanzar el relato se retrocede en el tiempo para exponer los motivos que han dado lugar a la situación inicial. Esta estrategia narrativa forma parte de los procedimientos básicos de composición de las antiguas narraciones orales.

“Comenzar a «la mitad de la acción» no es una técnica ideada conscientemente sino el modo original, natural e inevitable que tenía un poeta oral para abordar una narración larga” (Ong 141).

La obra, en la versión de Raynaud, está dividida en dos actos, el primero compuesto por tres cuadros y el segundo, por uno. El Cuadro I del Primer Acto figura la captura del Varón de los Queché y los motivos por los cuales se encuentra cautivo y condenado a morir sacrificado. Así mismo, en este cuadro se exponen los argumentos esgrimidos por el Varón de los Queché para haber invadido territorio rabinalés, como también se revela el marco sagrado en el que dicho proyecto se había ejecutado. Durante los dos cuadros siguientes, II y III, del Primer Acto, se figura la relación entre el Varón de Rabinal y el Jefe Cinco Lluvia, las estrategias puestas en funcionamiento por el primero para que el segundo no perdonara al Varón de los Queché, las condiciones puestas por Cinco Lluvia para recibir al cautivo, y la resistencia de éste. El Segundo Acto y final, figura esencialmente el protocolo de la ceremonia sacrificial.

El Varón de los Queché es acusado de haber puesto “señales”, es decir, nuevos límites a su territorio, invadiendo el de los rabinales y asolando pueblos aledaños. Esta empresa bélica había sido realizada, “durante trece veces veinte días, trece veces veinte noches” (Rabinal Achí 33), es decir, durante un período de tiempo que coincidía con uno de los dos sistemas calendáricos mesoamericanos, formado por 260 días, el tonalpohualli o calendario adivinatorio, que se basaba en un concepto del tiempo, del cosmos y de la persona, según el cual la correspondencia entre los ciclos del tiempo mítico y el tiempo humano dirigía el orden de paso y de llegada del individuo a la superficie terrestre. Las mismas combinaciones de fuerzas dirigían la dinámica del cosmos.

“El tiempo mítico –el de las creaciones sucesivas que habían visto aparecer a los precursores del hombre y luego a los propios hom-bres– ejercía una influencia determinante sobre el tiempo humano, en la medida en que el encuentro o la coincidencia de un momento de éste con uno de los momentos siempre presentes del tiempo mítico determinaba la sustancia del instante vivido” (Gruzinski 125).

La cuenta de 260 días se desarrollaba a lo largo del calendario solar de 365 días, el xihuitl, lo que daba como resultado que para expresar una fecha con precisión era necesario señalar la combinación del numeral con el signo del día (Portilla, Literaturas Indígenas 150). Luego, si consideramos que las culturas mesoamericanas concebían el tiempo como portador de destinos y de presencias divinas, y su cómputo era lo que volvía inteligible cuanto ocurría en todo momento y lugar, entonces, cuando el Varón de los Queché señala que la invasión del territorio rabinalés había tenido lugar “durante trece veces veinte días, trece veces veinte noches”, es decir, durante 260 días, sugiere que este proyecto estaba estrechamente vinculado a un designio sagrado, a una confluencia de fuerzas de los ciclos del tiempo mítico y del tiempo humano, revelado en la lectura e interpretación del calendario astrológico adivinatorio. Una nueva y última alusión a este calendario figura al finalizar el Segundo Acto, cuando el Varón de los Queché solicita al Jefe Cinco Lluvia, “trece veces veinte días, trece veces veinte noches”(Rabinal Achí 69) para despedirse de su territorio y por lo tanto, de las presencias divinas que presidían el cómputo de cada uno de los días. Esta petición, no concedida por el Jefe Cinco Lluvia, le habría dado la posibilidad al Varón de los Queché de consultar a los sabios indígenas, a los “contadores del sol”, a los tonalpouhque, de modo de esclarecer los significados, cargas o destinos de cada uno de los días durante este período, en tanto “todo tenía su cuenta y razón y día particular” y tal vez, emprender una nueva invasión a territorio de los rabinales.

Según lo anterior, si alguna influencia nefasta obró en el texto no fue precisamente la censura al esquema religioso en el que éste estaba inserto, por cuanto todo en el texto refiere a él. Luego, tampoco es posible afirmar que el texto omite toda referencia al rito sacrificial, figurado explícitamente, como ha quedado demostrado, desde el Segundo Acto. Lo que repercutió negativamente en él fue más bien el paradójico proceso de apropiación y revitalización, de posesión y (re)organización, emprendido por figuras europeas que como Bourbourg, en un momento de sus historias literarias, incorporaron algunos textos provenientes de la tradición oral, como el Rabinal Achí, a la estructura cultural colonial que dominaba en su época, modificando los modos de expresión y comunicación, fijando o cristalizando en escritura alfabética prácticas y expresiones provenientes de la tradición oral (Gruzinski 70), invirtiendo la supremacía de lo oral y disminuyendo los valores de los sistemas de escritura no alfabéticos, el aural y el gráfico11. En el caso del Rabinal Achí, el proceso de sustitución de la expresión escénica por la escritura alfabética alteró fundamentalmente esa dimensión específica del arte de la representación, en la que el cuerpo espacializa una partitura de gestos, sonidos y movimientos, a través de técnicas concretas de conductas restauradas (Schechner 60).

Ignoramos cuáles fueron las técnicas concretas para memorizar la partitura de gestos, sonidos y movimientos de los cuerpos maya achí y queché que se pusieron en funcionamiento en 1856, cuando se volvió a poner en escena públicamente el Rabinal Achí. Lo que sí está claro es que los actores indígenas eran diestros en su oficio, lo que seguramente les permitió poner en funcionamiento una gramática corporal básica. Luego, es posible suponer que la obra fue restaurada a través de la adquisición directa, es decir, a través de la imitación y repetición de unos movimientos corporales que reconstruyeron conductas reales de los antiguos queché. Este proceso fue seguramente dirigido por el que, en ese entonces, oficiaba como depositario de la Danza del Tun, Bartolo Zis.

Pese a que las acotaciones escénicas en el texto son escasas y breves, es posible aproximarse, a partir de ellas, a la espacialización del Rabinal Achí que tuvo lugar en 1856 y desde allí, a las puestas en escena precedentes y posteriores.

 

LA ESCRITURA DEL CUERPO EN EL ESPACIO SAGRADO

La Danza del Tun se inaugura en el punto culminante del conflicto entre el Varón de Rabinal, su gente y el Varón de los Queché. Lo primero y último que ve el espectador es la espacialización de formas del poder, materializada en la composición de una danza en ronda que figura con los cuerpos un círculo en el espacio. El círculo, una imagen arquetípica de la totalidad de la psique, es un punto extendido, en este sentido es perfecto y homogéneo.

Luego, el movimiento circular es perfecto e inmutable, sin comienzo ni fin, simboliza los ciclos celestes, la dialéctica entre lo celestial trascendente y lo terrenal (Chevalier 300-305). El trayecto en círculo de los cuerpos del Varón de Rabinal, de su gente y, posteriormente, del Varón de los Queché, en la escena que da apertura a la obra, connota lo cíclico, la totalidad indivisa en el tiempo y el espacio, el ir y volver, el salir fuera y volver a casa, el nacer, morir y revivir (Torres-Godoy 58-61). En este sentido, connota la concepción temporal de las culturas indígenas mesoame-ricanas.

La danza en círculo es también considerada una de las más antiguas y simples modalidades de comunión grupal, en tanto iguala a todos, posibilita que todos se vean y alcancen un mismo ritmo, en armonía y unidad exterior e interior. En cuanto forma envolvente y circuito cerrado, el círculo es símbolo de protección, protección asegurada dentro de sus límites (Chevalier 300-305). El primer cuadro comienza con la danza en ronda compuesta por el Varón de Rabinal y su gente.

“El Varón de Rabinal y su gente danzan en ronda. El Varón de los Queché llega de pronto y se pone a bailar en medio del círculo moviendo su lanza corta, como si quisiera herir con ella, en la cabeza, al Varón de Rabinal. El movimiento de la ronda es cada vez más rápido” (Rabinal Achí 9).

El círculo protector trazado con sus cuerpos figura el espacio delimitado por los luchadores antes de entablar un combate, aquel que cierra el paso a los enemigos y que en su composición revela los cambios corporales operados en quienes se preparan para la guerra. La danza en círculo figura en este sentido ese ritual inicial sin el cual los pueblos indígenas no daban comienzo a un encuentro bélico12. En la obra, el combate comienza en el momento en el que “de pronto” el Varón de los Queché irrumpe en el círculo, ingresa “en medio” y baila en su centro. El círculo protector y la comunión grupal connotada en su composición son entonces vulnerados y su centro, en tanto lugar en el que todos los rayos coexisten en una única unidad y un solo punto, es ocupado por el invasor, el Varón de los Queché, que “se pone a bailar en medio del círculo moviendo su lanza corta, como si quisiera herir con ella, en la cabeza, al Varón de Rabinal” (Rabinal Achí 9).

La composición inicial, figuración del invasor que irrumpe en territorio Achí, se resuelve en la danza de captura.

“Lo ha sujetado con el lazo y tira de éste, para atraerlo hacia sí. Cesa la música, y la danza se interrumpe. Hay un prolongado silencio, en el cual ambos varones fingiéndose iracundos, se ven cara a cara. Después, sin acompañamiento musical ni danza, pronuncia el siguiente parlamento el Varón de Rabinal y le replica el Varón de los Queché” (Rabinal Achí 11).

El Varón de Rabinal danza en círculo y mientras lo hace, sujeta con un lazo y tira del Varón de los Queché, para atraerlo hacia sí. Esta escena propone una espacialización según principios básicos del movimiento del cuerpo humano en acción; a saber, equilibrio, desequilibrio, oposición, alternancia, compensación, acción, reacción (Lecoq 34). Estos principios se revelan en los cuerpos en una multiplicidad de tensiones de fuerzas contrapuestas dilatadas, puestas en visión para el espectador. El Varón de Rabinal captura y jala hacia sí al Varón de los Queché, ejerciendo fuerzas sobre él y sobre la tierra; mientras, el varón de los Queché se resiste, ejerciendo fuerzas en sentido contrario sobre ambos cuerpos, tierra y Varón de Rabinal. La dinámica de las tensiones y oposiciones corporales no puede sino fluir entre la parte superior y la inferior y entre la anterior y la posterior de los cuerpos. Torso, rodillas y pies son las zonas del cuerpo que revelan al espectador el equilibrio dinámico de las tensiones contrapuestas.

En el momento en el que el Varón de los Queché es capturado y atado a un árbol, acción explicitada en la acotación que inaugura el Cuadro III del Primer Acto, cambia el ritmo de la escena, la escritura del cuerpo en el espacio se revela en fuerza contenida en aparente inmovilidad13. Cesan los sonidos, la danza se interrumpe y en un prolongado silencio, ambos varones se enfrentan cara a cara, comunicándose a través de ese lenguaje del que hablaba Artaud, ese lenguaje anterior a la palabra, aquel que permite transformar el estado espiritual en un gesto (Artaud 68-77). El combate entonces, se manifiesta en tonos musculares, en el paso del equilibrio al desequilibrio y en fuerzas ejercidas por los cuerpos hacia la tierra y entre sí.

El silencio, preludio de apertura del combate verbal, marca una progresión de la acción desde la agresión física hacia la dinámica de ida y vuelta del sonido. El Varón de Rabinal conmina al Varón de los Queché a revelar la ubicación de sus montañas y valles, es decir, a revelar los límites y configuración de su territorio. Una vez que el Varón de los Queché se niega a esta petición y que el Varón de Rabinal le anuncia que lo llevará vivo o muerto ante su Gobernador, el Jefe Cinco Lluvia, “Se reanuda el baile. Vuelve a sonar la música” (Rabinal Achí 12). El combate verbal retoma la intensidad inicial, inaugurando una nueva escena de escritura de los cuerpos en el espacio escénico.

La danza en ronda, marcada por la música de la orquesta y el discurso lingüístico de los personajes reconstruyen la historia. Según esta reconstitución, la primera etapa de la invasión emprendida por el Varón de los Queché y su gente consistió en la adaptación de la voz humana al grito de tres animales: el coyote, símbolo de la noche, de la astucia y de la cautela; el zorro, símbolo de la agilidad y de la astucia, habitualmente dañina; y el jaguar, símbolo de fiereza, del mundo nocturno y subterráneo, y en tanto tal, representativo de las fuerzas internas de la tierra.

“Eras tú sin duda, el que imitaba el grito del coyote, el que imitaba el grito del zorro, el grito de la comadreja, del jaguar, en los vastos muros, en la vasta fortaleza, para atraernos a ti, a nosotros los blancos hijos; para llevarnos a los vastos muros...” (Rabinal Achí 14).

Es posible suponer que esta escena que reconstruye en un discurso parte de la historia de la invasión territorial, comandada por el Varón de los Queché, fue representada en la puesta en escena que tuvo lugar en el siglo XIX y en los siglos precedentes, sobre todo si consideramos que la representación de la transformación hombre-animal formaba parte del imaginario de las culturas mesoamericanas. Las crónicas señalan que los espectáculos prehispánicos no solo consideraban la celebración de ceremonias rituales, sino también de dramas populares danzados, en los cuales abundaban las representaciones de animales (Horcasitas 37-48). Luego, la vinculación entre el animal y el ser humano refería al calendario adivinatorio, en el cual había varios nombres de animales; y al ritual de bautismo por medio del que, momentos después del nacimiento de una persona, se le asociaba místicamente con un animal.

“La cuenta de los días y los destinos se enunciaba por medio de numerales, del 1 al 13, que entraban en combinación con los 20 signos de los días. El sistema operaba de la siguiente manera: 1-Lagarto, 2-Viento, 3-Casa, 4-Lagartija, 5-Serpiente, 6-Muerte, 7-Venado, 8-Conejo, 9-Agua, 10-Perro, 11-Mono, 12-Yerba Torcida, 13-Caña, 1-Ocelote, 2-Águila, 3-Águila de Collar, 4-Movimiento, 5-Pedernal, 6-Lluvia, 7-Flor...” (Portilla, Literaturas Indígenas 50).

La adaptación de la voz humana a las formas de comunicación de animales simbólicos implica un proceso de despojo del cuerpo normal para alcanzar un cuerpo mágico, práctica habitual de las culturas más antiguas.

“En la civilización egipcia el disfraz tiene un carácter sagrado... en ciertas ceremonias, los reyes de Egipto se cubrían el rostro con una máscara de león, leopardo o lobo...” (Weisz, El juego 21).

En la Danza del Tun se propone la adaptación del modelo animal al cuerpo humano para hacer salir a los guerreros fuera de sus fortalezas. El modelo animal, además, es separado de su condición natural para iniciar un proceso de dualificación y de transfiguración de un ser en otro ser, es decir, para inaugurar el proceso del nagualismo. La transformación en animal, práctica realizada en el marco del esquema religioso de las culturas prehispánicas, supone la capacidad de entrar en contacto con el espíritu de los animales elegidos y con sus dimensiones sagradas de manera de exteriorizar la entidad anímica del animal representado.

Este proceso que transforma el cuerpo en el escenario sensorial donde el dios-modelo puede activarse (Weisz, El juego 30) y en el que las fuerzas telúricas, materializadas en estos animales sagrados, entran en el ser humano, se revela además en los personajes que representan a las “doce águilas amarillas, los doce jaguares amarillos” (Rabinal Achí 18), expresión de las dos grandes cofradías guerreras aztecas, la de los caballeros-águila y la de los caballeros-jaguares. El águila es el símbolo del Sol, es como el dios del cielo, asimilado al rayo y al trueno, es el ave representativa de las fuerzas celestes. Luego, si el águila es el símbolo del sol y éste se relaciona estrechamente con el factor ambiental de la luz que influye poderosamente sobre el sistema generador de la ritmicidad circádica, entonces el águila es símbolo de luz y por lo tanto, de vida14. En combinación con el jaguar, símbolo de la noche y del inframundo, representativo de la oscuridad-muerte, el águila simboliza el ejército terreno cuyo deber es alimentar al sol y a la luna con la sangre y los corazones del animal humano sacrificado (Chevalier 60-65, 601-602). Guerreros águilas y guerreros jaguares amarillos expresan la oposición dual de Sol-luz-vida / Noche-oscuridad-muerte, respectivamente; expresan además, en tanto símbolos, una imagen doblemente semántica. El color amarillo, origen divino del poder de los guerreros águilas y jaguares, califica y enriquece su significación (Portilla, Historia de la Literatura 38).

Las “doce águilas amarillas, los doce jaguares amarillos” (Rabinal Achí 18) son los guerreros que, en el Cuadro I del Primer Acto, hacen sonar el Lotz Tun, “el gran tambor de guerra, el gran tambor sagrado o el gran tambor de sangre” y el Lotz Gohom, “el pequeño tambor de guerra, el pequeño tamboril de sangre”. Las fuerzas celestes y telúricas, simbolizadas en los guerreros águilas y jaguares, respectivamente, son transferidas como atributos a la dimensión humana de quienes tañían rítmicamente los tambores sagrados. En el Cuadro II, las doce águilas amarillas y los doce jaguares amarillos constituyen las dos grandes cofradías guerreras a las que el Varón de los Queché podría haberse integrado si se hubiese sometido al Jefe Cinco Lluvia. “Aquí hay doce águilas amarillas, doce jaguares amarillos; sus bocas, sus fauces, no están completas; quizás ese valiente, quizás ese varón ha venido a completar unos y otros” (Rabinal Achí 40, 47). Luego, en el Segundo Acto, las doce águilas amarillas y los doce jaguares amarillos son los guerreros solicitados por el Varón de los Queché y concedidos por el Jefe Cinco Lluvia, para probar su valentía antes de ser sacrificado, “para practicar la esgrima con el hijo de su flecha, el hijo de su escudo, en los cuatro rincones, en los cuatro lados” (Rabinal Achí 68). Por último, jaguares y águilas son también los oficiantes del rito sacrificial, son los guerreros conductores de un proceso de introducción de los participantes, actores y espectadores, en un espectáculo interno capaz de relajar las defensas conscientes y de dar paso a las experiencias subjetivas que se encuentran en los niveles más profundos del trance provocado por la escena del rito sacrificial. “¡Oh águilas! ¡Oh jaguares! Vengan, pues, a cumplir su misión, a cumplir su deber; que sus dientes, que sus garras me maten en un momento...” (Rabinal Achí 71).

Los ideogramas corporales de la danza en ronda que da fin a la puesta en escena son compuestos por guerreros, integrantes de la corte y sirvientes. Mientras, los guerreros águilas y jaguares tienden sobre la piedra de los sacrificios al Varón de los Queché, y la orquesta, al son del gran tambor sagrado y del tañer de instrumentos de viento y percusión, marca el ritmo de los últimos movimientos corporales figurativos de la prolongación de la vida en la muerte y de la idea de que ésta no es sino una fase de un ciclo infinito. “Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable” (Paz 59).

“La otra parte a donde se iban las ánimas de los difuntos es el cielo, donde vive el sol. Los que van al cielo son los... cautivos... Y en el cielo hay arboleda y bosque de diversos árboles; y las ofrendas que les daban en este mundo los vivos, iban a su presencia y allí las recibían; y después de cuatro años pasados las ánimas de estos difuntos, se tornaban en diversos géneros de aves de pluma rica, y color, y andaban chupando todas las flores así en el cielo como en este mundo” (Sahagún 74).

 

EL HABLAR FLORIDO

Danza, música y poesía constituían en el México Antiguo tres artes inseparables y fundamentales para el ser humano15. Flor y canto eran las vías a través de las cuales los hombres tenían la posibilidad de decir “palabras verdaderas” en la tierra y acceder a la verdad, a la raíz de las cosas, a la divinidad y dar respuesta a problemas filosóficos en torno a su ser y a lo trascendente. Flor y canto en este sentido posibilitaban la religación del hombre con la divinidad, como así mismo la posibilitaban la práctica sacrificial y el despliegue de procedimientos de apropiación por medio de los cuales éstos se despojaban de su cuerpo normal para alcanzar un cuerpo mágico.

Flor y canto, en tanto composición armónica e inseparable de danza, música y poesía, y vía de acceso al conocimiento, se transmitían por medio de un entrenamiento sistemático, en el que la observación y la práctica eran fundamentales. La transmisión de los discursos poéticos dependía de la articulación de fórmulas, de modo que las “ideas esenciales” no estaban sujetas a una expresión directa y clara, sino a expresiones fijas repetidas rítmicamente con cierta exactitud y en las que el componente somático era fundamental para la memoria oral (Ong 33-71). El ritmo de estas expresiones, en tanto dinámica de dos tiempos: inspiración/espiración, tiempo fuerte (marcado)/ tiempo débil (no marcado), ayudaba a la memoria, animando las partes del discurso (Pavis 402). Luego, en tanto que expresiones orales, constituían modificaciones de la situación existencial total, involucrando invariablemente al cuerpo de quien decía el texto. No hay que olvidar que en el interior del cuerpo se producen las resonancias de la voz humana y se origina la expresión corporal. Las expresiones fijas repetidas rítmicamente comunicaban un lenguaje corporal, una danza del cuerpo y un discurso en el nivel del organismo del hombre mesoamericano, revelador del desarrollo de su memoria biológica (Weisz, Dioses de peste 23-30).

En el Rabinal Achí se repiten rítmicamente estructuras sonoras, es decir, sintagmas completos, lo que implica la repetición de la estructura fónica y gramatical. Este recurso, que le daba continuidad al pensamiento y mantenía eficazmente y en la misma sintonía al que profería el texto y a quien lo escuchaba, es uno de los rasgos más sobresalientes de la estilística de los dos principales géneros literarios de los pueblos prehispánicos, los cuícatl, creaciones poéticas dotadas de ritmo, medida y entonación, dedicadas a los dioses, a la guerra, a la amistad, al amor y a la muerte, y los tlahtolli, expresiones en prosa, a través de las cuales se componían narraciones heroicas, cosmogónicas y rituales. Los cuícatl se caracterizaban por presentar ciertas unidades de expresión, como sílabas no léxicas, de carácter exclamativo, cuyo objeto era medir el ritmo de la música; se caracterizaban además, por la presencia de varias formas de ritmo y metro; y por la utilización de ciertas formas de estructuración interna, como los paralelismos y difrasismos (Portilla, Historia de la Literatura 33-34, Gruzinski 19).

El paralelismo es la repetición de estructuras sonoras o gramaticales de un mismo pensamiento, variando o no los términos o las formas verbales; y el difrasismo es la expresión de una misma idea por medio del apareamiento de dos imágenes, de dos metáforas que se completan y explican una a otra. Paralelismo y difrasismo son marcadores estilísticos, enfatiza-dores de la expresión y reveladores de una cosmovisión dual fundada en la idea del equilibrio, en tanto estructura conceptual que modela la cosmogonía de las culturas indígenas prehispánicas.

“Equilibrio geométrico, se dice en arquitectura. Aun en los signos jeroglíficos se agregan detalles inútiles, con el propósito de que haya equilibrio entre las diversas partes del dibujo, para que nada quede sin apoyo, “en el aire”. Equilibrio en los panteones; así cada Dios quiché está acompañado de un hermano menor, completamente inútil, que hace exactamente lo que hace su hermano mayor; asimismo los héroes legendarios. Esto conduce a las asociaciones por parejas, por pares, de los seres y de las cosas... los dioses, los héroes, los jefes, así como las funciones, las cualidades, los defectos, las fórmulas protocolares, las injurias, los fenómenos de la naturaleza, son representados por pares. Este procedimiento se introdujo en el idioma...” (Raynaud 106-107).

Esta cosmovisión dual fundada en la idea del equilibrio segmenta el cosmos para explicar su diversidad, su orden y su movimiento16 (Cit. en Weisz, Palacio 150). En este sentido, el dualismo es una modalidad del conocimiento, definible como pensamiento orgánico y caracterizado por la función generativa y compensativa de los opuestos (Weisz, Palacio 156). La divinidad para las culturas prehispánicas era portadora de dos dimensiones, una masculina y una femenina, al mismo tiempo potencia generativa y principio que concibe cuanto existe en el universo. Desde este punto de vista, el esquema religioso se organizaba según un único dios, el Señor de la dualidad, Dador de la vida, el que se está inventando a sí mismo (Portilla, Visión 208). En el Rabinal Achí, la tierra y el cielo son los testigos de los discursos que pronuncian los personajes y de las acciones que ejecutan, son la doble dimensión hacia la cual los Varones se encomiendan el uno al otro en los sucesivos turnos de habla y los que han permitido que el Varón de Rabinal los trastorne, los recorra, y capture al de los Queché. Luego, la dualidad, montañas-valles representa el territorio; el costado de los valles y montañas, el lugar de nacimiento de los varones, la ruta que les permite recorrerlo.

“Es sorprendente que hayas venido a acabar muchos días, muchas noches, bajo el cielo, sobre la tierra; que hayas venido a terminar el hijo de tu flecha, el hijo de tu escudo; que hayas venido a terminar la cara de tu vigor, la cara de tu energía” (Rabinal Achí 23).

El paralelismo, en tanto repetición con variantes de un mismo tema entre frases contiguas y/o diversas unidades de expresión, buscaba armonizar la expresión de un mismo pensamiento en dos frases que, o repetían con diversas palabras la misma idea (sinonímico), o contraponían dos pensamientos (antitético), o completaban el pensamiento, agregando una nueva expresión variante, que no es repetición (sintético) (Garibay 65).

En la obra son innumerables los ejemplos sobre todo de paralelismo sinonímico. Uno, entre muchos otros, se revela en la escena en la que el Varón de Rabinal renuncia ante el Jefe Cinco Lluvia cuando éste declara su intención de perdonar al cautivo: “Aquí está mi vigor, aquí está mi denuedo; aquí está mi flecha, aquí está mi escudo” (Rabinal Achí 41).

Otro ejemplo del mismo procedimiento se encuentra en una de las primeras escenas del Segundo Acto, cuando el Jefe Cinco Lluvia dialoga con el cautivo y reitera la misma idea a través de la formulación de dos interrogantes: “¿Cuándo dejará de dominarte el deseo de tu corazón, de tu decisión, de tu denuedo? ¿Hasta cuándo permitirás que obren, permitirás que se agiten?” (Rabinal Achí 56).

Las expresiones repetidas refieren fundamentalmente a imágenes. Lo que no es de extrañar en una obra como ésta, conservada durante aproximadamente seis siglos a través de la puesta en funcionamiento de estrategias discursivas para mantener el texto en la memoria. En este sentido, la sistemática presencia de imágenes revela la tendencia de las culturas orales a utilizar los conceptos en marcos de referencia situacionales y operacionales, en el sentido de que se mantienen cerca del mundo humano vital. Luego, la repetición de ideas idénticas o muy cercanas, con los mismos términos o muy semejantes, está en directa relación con una forma de entender la vida social y moral que tiene como base la idea del equilibrio. El paralelismo, en tanto recurso rítmico, tiene tanta presencia en el texto como el difrasismo. En el comienzo de la obra, el Varón de Rabinal interpela al Varón de los Queché a través de dos imágenes que se completan y explican una a la otra, dando juntas la expresión de un solo pensamiento. “Te entregaste al hijo de mi flecha, al hijo de mi escudo...” Por metonimia, se da la imagen de armas ofensivas y defensivas, de cuya expresión se revela el concepto de lucha. De ella el Varón de Rabinal ha salido victorioso; si esto ha sucedido es porque la dualidad cielo-tierra se lo ha entregado. Es exactamente como sucede en la poesía y en la prosa náhuatl, lengua en la cual para expresar “guerra” se usaban dos términos conjugados: In mitl in chimalli, literalmente, “la flecha, el escudo” (Tlatelpas 2). Luego, para referirse al hombre, al individuo, en su corporalidad y espiritualidad, se utilizan las metáforas: labios, cara, rostro, boca, faz u ojos.

“Pero si mi gobernador, mi mandatario dice: “Tráelo ante mis labios, mi cara, para que yo vea hasta qué punto sus labios, su cara son de un valiente, de un varón; si mi gobernador, mi mandatario dice eso, te lo comunicaré” (Rabinal Achí 34).

A la presencia de paralelismo y difrasismo, como procedimientos estilísticos, se suma el estribillo, recurso fundado en el anhelo de fijar en la memoria un pensamiento, el que se repite al final de cada una de las partes del texto (Garibay 68). Durante el primer y segundo acto, gran parte de los turnos de habla de los personajes culminan con las siguientes palabras: “Esto es lo que dice mi voz ante el cielo, ante la tierra”. Luego, el mismo procedimiento es utilizado por los personajes al inaugurar sus discursos: “Esto dijo tu voz ante el cielo, ante la tierra”. En este caso, el estribillo introduce la repetición de lo anteriormente señalado, facilitando la memorización del texto.

Los estribillos revelan, además, algunos aspectos de las relaciones humanas, en las formas reverenciales, saludos y despedidas. Este recurso está presente también en otra obra teatral mesoamericana, El mercader, obra representativa del teatro moralizador náhuatl17. Las expresiones en ambas obras se pueden dividir en: títulos honoríficos, invocaciones, preguntas y expresiones de humildad (Horcasitas, Teatro náhuatl. Epocas Novohispana y Moderna II 127).

En la Danza del Tun, el invasor ha sido transformado en un “prisionero cautivo” por el Varón de Rabinal; pese a ello, el Varón de los Queché reconoce que quien lo ha capturado ha sido “el más destacado entre los varones”, un “valiente varón”. La reiteración del título honorífico da fin al texto de un personaje y comienzo al del otro. Ambos se signan mutuamente como valientes varones. Luego, el Jefe Cinco Lluvia también comienza sus textos llamando al Varón de los Queché “Valiente, varón, hombre de los Cavek Queché”; un texto similar dibuja la relación con el Varón de Rabinal, “¡Mi valiente, mi varón!”. A la sistemática presencia de títulos honoríficos en la obra, se agregan otras formas de expresión, como las invocaciones, las preguntas y las expresiones de humildad. Ambos varones invocan a la dualidad cielo-tierra, al finalizar sus textos: “¡El cielo, la tierra, estén contigo, hombre prisionero cautivo!”; “¡El cielo, la tierra, estén contigo, destacado entre los varones, Varón de Rabinal!” Cielo y tierra son invocados también en el momento en el que el Varón de los Queché aspira a rebelarse: “Quiera el cielo, la tierra, que yo pueda abatir la grandeza, el día en que nació tu gobernador, tu mandatario”(Rabinal Achí 49).

Las preguntas en el Rabinal Achí revelan el contexto de lucha en el que se da la dinámica dialógica de los personajes. En el comienzo de la obra, el Varón de Rabinal conmina al Varón de los Queché a revelar la ubicación de sus montañas y valles, es decir, a revelar los límites y configuración de su territorio, texto después del cual, formula una pregunta que encierra un doble sentido, en tanto “hijo de las nubes, de las nublazones” tiene un sentido serio, “venido de las altas montañas” y un sentido irónico, “sin importancia”.

“Di, revela dónde están tus montañas, dónde están tus valles; si naciste en el costado de una montaña, en el costado de un valle. ¿No serías un hijo de las nubes, un hijo de las nublazones? ¿No vendrías arrojado por las lanzas, por la guerra?” (Rabinal Achí 11).

La petición de revelar la ubicación de valles y montañas es realizada en el marco de una cultura de tradición oral para la que las palabras entrañan un potencial mágico vinculado con el sentido de la palabra como por necesidad, hablada, fonada y accionada por un poder, por una energía en común entre la personalidad humana y el ambiente natural (Frye 30). Los pueblos orales, señala Ong, comúnmente consideran que los nombres (una clase de palabras) confieren poder sobre las cosas. Por ello es que declarar los límites y configuración del territorio, es decir, la ubicación de montañas y valles implica para el Varón de los Queché, proporcionar al enemigo cierto tipo de control sobre su territorio. El Varón de los Queché se resiste gestual y verbalmente al control que sobre él trata de imponer el Varón de Rabinal. La resistencia verbal se materializa en la formulación de una pregunta que, lejos de poner en duda su condición de valiente guerrero, la reafirma.

“¡Vamos! ¿Sería un valiente, ¡vamos!, sería un varón, y diría, revelaría el aspecto de mis montañas, el aspecto de mis valles? ¿No está claro que nací en el costado de una montaña, en el costado de un valle, yo el hijo de las nubes, el hijo de las nublazones? ¡vamos!, ¿diría, revelaría mis montañas, mi valles?” (Rabinal Achí 11-12).

Por último, las expresiones de humildad se explicitan en el texto sobre todo en los diálogos entre el Varón de Rabinal y el Jefe Cinco Lluvia. “¡Te saludo, oh jefe! ¡Te saludo, oh señora! Doy gracias al cielo, doy gracias a la tierra. Aquí tú proteges, abrigas, bajo el toldo de plumas de verdes pajarillos” (Rabinal Achí 37).

Los procedimientos estilísticos en el Rabinal Achí son variados y complejos. Aquí solo me he referido a los más evidentes, a aquellos que nos permiten vislumbrar desde el siglo XXI los primores de una lengua que en su composición revela una propuesta en relación con el sentido de la vida del hombre en la tierra, a la creación del mundo (cosmogonía) y a la composición del universo (cosmología).

 

CONCLUSIONES PRELIMINARES

El Rabinal Achí o Danza del Tun es una obra fundacional del teatro latinoamericano, en tanto actualiza ese momento en la historia del arte escénico de nuestro continente en el que confluían en un mismo tiempo y espacio, ritual y teatro, y en el que la puesta en escena se constituía en un acto colectivo de celebración y religación con la divinidad.

El Rabinal Achí modula una propuesta teatral en la que el cuerpo escribe una historia que recompone otras escrituras corporales, aquellas que mantenidas en la memoria orgánica de los sucesivos depositarios de la obra, actualizan una retórica corporal prehispánica, posibilitando que nos re-conozcamos en una gramática orgánica ancestral. En este sentido, el Rabinal Achí es una obra clásica del teatro occidental y con justa razón patrimonio de la humanidad. El cuerpo en el Rabinal Achí articula al ritmo de la música de instrumentos de viento y percusión, una danza en ronda y un discurso lingüístico poético intensamente metafórico y profuso en repeticiones, formas reverenciales, saludos y expresiones de humildad.

La obra figura una de las prácticas más importantes en el marco de la celebración de las fiestas religiosas de las altas culturas mesoamericanas, el rito sacrificial del animal humano, verdadera corporización de los anhelos, necesidades y deseos de la comunidad. Este rito, en tanto práctica regida por pautas precisas, acumuladas durante siglos, suponía una experiencia extracorporal alcanzada a través de estados de intensa concentración y de alteración de la conciencia. La integración armónica de danza, música y poesía, en tanto vía de acceso al conocimiento y de religación con la divinidad, provocaba el desprendimiento sensorial necesario para el estado de trance de los participantes del rito, actuantes y espectadores, es decir, para que éstos accedieran a diferentes espacios psíquicos, en los que la realidad exterior y los sueños conformaban un nuevo espacio y el presente, el pasado y el futuro resultaban intercambiables. Este estado aguzado de percepción era intensificado por el sonido hipnótico del tun, del gran tambor sagrado, instrumento unificador de las voces, asociado a la emisión del sonido primordial del universo.

 

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NOTAS

Este texto forma parte de una investigación más amplia que indaga sobre teatro y performances prehispánicos, en tanto sustratos constitutivos de las retóricas corporales latinoamericanas. Me interesan las técnicas del cuerpo reveladas en diversas escenas, especialmente en la escena educativa. Proyecto de Investigación “Pedagogía Teatral: Aportes del teatro a la educación”. Nº204.062.040-1.0, Dirección de Investigación. Universidad de Concepción. Investigador responsable, Patricia Henríquez Puentes.

1 Teatro Indígena Prehispánico (Rabinal Achí) (Universidad Nacional Autónoma de México. Dirección General de Publicaciones, 1995). Basada en El Varón de Rabinal. Prefacio y traducción al francés de Georges Raynaud. Versión española de Luis Cardoza y Aragón, 1930. Anales de Geografía e Historia. Guatemala, año V, t.VI, números 1-3, septiembre, 1929 – marzo, 1930. Cada vez que cite el texto me referiré a esta versión de la obra.

2 Las expresiones del pensamiento y de la palabra indígenas de los pueblos que vivieron en el período posclásico maya (900-1524 d.C), zapotecos, mixtecos, nahuas y diferentes grupos de la familia maya, pueden conocerse a través de tres formas distintas de testimonios. La primera se halla en diversos monumentos con inscripciones e imágenes; la segunda está constituida por el conjunto de libros o códices con pinturas y signos glíficos; y la tercera, por los textos indígenas que a raíz de la conquista se transcribieron con el alfabeto latino adaptado para representar sus fonemas. Estos textos, al ser transcritos por medio del alfabeto y con la participación de los indígenas expuestos al contacto con la cultura europea, deben ser analizados y valorados con cautela, por cuanto en el proceso de transcripción, en el que muchas veces participaron frailes misioneros, pudieron introducirse interpolaciones y otros géneros de modificaciones. Miguel León Portilla. Literaturas Indígenas de México (Madrid: Editorial MAPFRE, S.A., 1992), 83-85.

3 Entre 1520 y 1540 fragmentos completos de las culturas indígenas se sumieron en la clandestinidad, adquiriendo, frente al cristianismo de los vencedores, el estatuto de prácticas idolátricas. Pese a ello, los indígenas del México Antiguo continuaron celebrando sus fiestas prohibidas, observando los calendarios agrícolas fijados en secreto por los ancianos y entonando “canciones de sus historias antiguas o de su falsa religión”. Puede suponerse entonces que pese a la prohibición de la que fue objeto el Rabinal Achí en 1625, la obra continuó representándose. Serge Gruzinski. La colonización de lo imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos XVI-XVII (México: Fondo de Cultura Económica, 1995), 26-27.

4 San Pablo de Rabinal se ubica en el Departamento de Baja Verapaz, zona originalmente conocida como Tucurután, Tezulutlán o Tesulutlán (“Tierra de Guerra”, debido a la resistencia de los indígenas frente a los españoles). En Baja Verapaz conviven tres comunidades étnicas, los Achi’, Pocomchi’ y Ladinos y se hablan tres lenguas: el achí, una variante del quiché; el pocomchí, y el español, como idioma franco en todo el territorio. Los Achí se desarrollaron específicamente en el valle del Urram, antiguamente conocido como Zamaneb, lugar en el que fundaron tres asentamientos importantes, Rabinal, Cubulco y San Miguel Chicaj.

5 El cuerpo mágico es aquel que puede entrar en contacto con los espíritus y realizar tareas que un cuerpo normal no puede hacer, como volar y transformarse en animal. El cuerpo mágico también está constituido por fuerzas sobrenaturales que provienen del exterior y que se manifiestan en un momento determinado. El tema del despojo del cuerpo racional, como vehículo de tránsito entre cuerpo normal y cuerpo mágico, es una característica que se encuentra en el esquema religioso de las culturas prehispánicas y por extensión, en las culturas chamánicas. Gabriel Weisz. Palacio chamánico. Filosofía corporal de Artaud y distintas culturas chamánicas (México: Grupo Editorial Gaceta, 1994), 37.

6 Pese a las prohibiciones de las autoridades coloniales impuestas a partir de 1520, los indígenas mesoamericanos continuaron “utilizando la tinta roja, la tinta negra” para pintar sus códices, conservaron el uso de sus nombres indígenas e incluso urdieron estrategias para adelantar o atrasar las fiestas de los nuevos santos patronos, de modo de hacerlas coincidir con las fiestas prohibidas. Ilustrativo de ello es la celebración de la fiesta en conmemoración de San Pablo y San Pedro, en que los Rabinaleb veneraban ocultamente a sus antiguas deidades, Tojil, el Dios del Fuego y de la ofrenda; y Mam, el Viejo Dios de la Tierra. San Pablo es la continuidad del Dios Tojil, se ha identificado en el manto de su imagen las figuras distintivas del signo mexicano “Atl”, cuyo equivalente en el calendario sagrado maya de 260 días es el Toj, día para pagar deudas ante el dios mundo y ante los antepasados. Se le identifica también porque porta una espada, lo que es muy revelador si se toma en cuenta que otro nombre con el que se conoció al dios Tojil era “Jun Tijax”, la navaja de pedernal usada en los sacrificios; de hecho, con el nombre de Jun Tijax los Rabinaleb designaban a San Pablo en tiempos coloniales. Luego, la imagen de San Pedro es reconocida por los pobladores como la de un anciano, en coherencia con las características del “Mam”; el Viejo Dios de la Tierra. Serge Gruzinski. La colonización de lo imaginario. Sociedades indígenas y occidentalización en el México español. Siglos XVI-XVII (México:

Fondo de Cultura Económica, 1995), 23-27. “Historia de la obra representativa Rabinal Achí”. Ministerio de Cultura y Deportes de Guatemala. 4 de marzo del 2006. http:// www.mcd.gob.gt/MICUDE/el_ministerio/programas_proyectos/rabinal_achi/

7 Georges Raynaud. “Apéndice” Teatro Indígena Prehispánico (México: Dirección General de Publicaciones. Universidad Nacional Autónoma de México, 1995), 99-114.

8 La unidad de los dos mundos es la base del equilibrio de gran parte de las sociedades indígenas. Para la sociedad mapuche, el mundo de arriba y el mundo de abajo, el mundo de la vida presente y el de la vida después de la muerte, están presentes en la cotidianidad de la existencia humana. La invasión territorial fue para los mapuches, como también para los pueblos mesoamericanos, una alteración radical de la convivencia entre esos dos mundos. José Bengoa. Historia de los antiguos mapuches del sur. Desde antes de la llegada de los españoles hasta lasa paces de Quilín. Siglos XVI y XVII (Chile: Catalonia. Ltda., 2003), 242-244.

9  El trance es un estado liminal durante el cual los participantes tienen acceso a diferentes espacios psíquicos. Consecuentemente, la realidad exterior y los sueños conforman un nuevo espacio y el tiempo se convierte en temporalidad mitológica donde el presente, el pasado y el futuro resultan intercambiables. Gabriel Weisz. Palacio chamánico. Filosofía corporal de Artaud y distintas culturas chamánicas (México: Grupo Editorial Gaceta, 1994), 101.

10 La orquesta del Rabinal Achí representado en 1856, estaba compuesta por el tun o gran tambor sagrado, dos trompetas, flautas, silbatos, calabazas huecas o llenas de granos o piedrecillas, con un mango para agitarlas o sirviendo de caja de resonancia a un instrumento de cuerda montado sobre una especie de arco. Georges Raynaud. “Apéndice.” Teatro Indígena Prehispánico. (México. Dirección General de Publicaciones, Universidad Nacional Autónoma de México, 1995), 99-114.

11 Mignolo señala que el proceso de colonización del lenguaje implicó la subversión de dos sistemas humanos de interacción: el aural, que basado en la organización de los sonidos pone en actividad la lengua, los oídos, la cercanía de los cuerpos; y el gráfico, que basado en la inscripción de marcas en superficies sólidas pone en actividad las manos y los ojos y tiende a alejar los cuerpos. Walter Mignolo. “La colonización del lenguaje y de la memoria: complicidades de la letra, el libro y la historia.” Discursos sobre la invención de América. (Atlanta Ámsterdam: Rodopi, 1992), 183-191.

12 Para las culturas indígenas mesoamericanas, la guerra, una institución cultural, suponía un protocolo, según el cual existía un ritual que antecedía al encuentro bélico. Este consistía en el envío de ciertos escudos, flechas y mantas a aquellos con los cuales se iba a luchar, haciéndoles saber por este medio que se apercibieran a la guerra. La ausencia de este protoloco explica la sorpresa de los mexicas al ser atacados súbitamente por los españoles, que residían en calidad de huéspedes dentro de su capital, Tenochtitlán. El protocolo que antecedía al encuentro bélico formaba parte también de las prácticas de los pueblos indígenas sudamericanos. Los mapuches bailaban al son de diversos tambores e instrumentos de viento, durante horas o días antes de cada batalla. Estas danzas, por un lado, se constituían en el entrenamiento de la marcha de las escuadras, y por otro, buscaban generar estados alterados de la conciencia en la machi o en la figura que representaba al personaje chamánico, de modo que éste saliera de sí y pudiera transitar entre el mundo de los vivos y de los muertos, el Wenu Mapu, e informar sobre los que ocurriría en la siguiente batalla. Miguel León Portilla. Visión de los Vencidos (México: Ediciones de la Biblioteca del Estudiante Universitario, 2000), 209-210. José Bengoa. Historia de los antiguos mapuches del sur. Desde antes de la llegada de los españoles hasta las paces de Quilín. Siglos XVI y XVII. (Chile: Catalonia. Ltda., 2003), 219-244.

13 Cuando estamos erguidos, no podemos estar inmóviles. Aun creyendo estarlo, minúsculos movimientos desplazan nuestro peso. Se trata de una serie continua de ajustes con los que el peso incesantemente pasa a presionar distintas partes. Estos micro movimientos están presentes aun en la inmovilidad más absoluta, a veces más reducidos, otras más amplios, a veces más controlados, otras menos, de acuerdo con nuestra condición física, edad u oficio. Eugenio Barba. La canoa de papel. Tratado de Antropología Teatral (México: Grupo Editorial Gaceta, 1992), 40.

14 La ritmicidad circádica regula nuestra temporalidad biológica de acuerdo con un intervalo de veinticuatro horas. Un desorden circadiano, provocado por un descenso de la temperatura y por lo tanto de la luz, explica la susceptibilidad a los cambios de temperatura y la tendencia a la desincronización. El reloj interno o circadiano es un sistema que incorpora signos del exterior y por ello podemos pensar en un lenguaje rítmico, lenguaje que influye sobre la conducta de los seres humanos. Gabriel Weisz. Dioses de peste. Un estudio sobre literatura y representación (México: Siglo XXI Editores, 1998), 31.

15 El sistema educativo azteca consideraba una infraestructura especialmente diseñada para mantener en la memoria del pueblo su historia y tradiciones. Se trataba de los calmécac, hileras de casas, y de los telpuchcalli, casas de jóvenes, lugares en los que los libros que contenían largas crónicas, himnos a los dioses, poemas, mitos y leyendas eran explicados con el objeto de que los educandos los aprendieran de memoria. Allí también se les enseñaba a hablar bien, tomando como referente los antiguos textos y discursos de sacerdotes y sabios. De esta manera, a través de la transmisión y memorización sistemática de las crónicas, himnos, poemas y tradiciones y de la transcripción de ciertas ideas fundamentales sobre la base de la escritura y el calendario prehispánicos, los sacerdotes y sabios preservaban y difundían su legado religioso y literario. Miguel León Portilla. Literatura del México Antiguo (Venezuela: Biblioteca Ayacucho, 1978), 50.

16 Los mayas desarrollaron ingeniosos sistemas de notación en el marco de sus investigaciones astronómicas. Estos sistemas, modelados según los métodos y técnicas aplicados en la fabricación de telas, los condujeron a crear un sistema para llevar un cómputo preciso del movimiento de los planetas, del sol y la luna. Descubrieron que al expresar los números en forma de pirámides se facilitaban los cómputos y que éstos se ordenaban de arriba hacia abajo en una secuencia de números pares e impares. Sobre números pares e impares aparece una copiosa información en la cerámica, los glifos y las telas. Las relaciones entre lo par y lo impar nos conduce a la construcción y percepción de sistemas binarios. Luego, lo par y lo impar se convirtió en la expresión de los dos elementos conformadores de la dualidad. Esta se expresa con los dos elementos de un sistema de significados polivalentes: par-impar, noche-día, bajo-alto, sol-luna, femenino-masculino, oscuro-luminoso. Desde este punto de vista, la totalidad del espacio, del cosmos, se forma por la reiteración de los dos elementos de la dualidad que se expresan en la trama. Al reiterar lo par y lo impar, logramos un cielo perfectamente ordenado, dividido, medible. Lo par que se expresa abajo, se reitera arriba pero invertido. Es, si se quiere, una visión especular, es como el reflejo de los espejos. Lo impar que se expresa a uno de los lados se reitera también como la prolongación de una imagen en la visión especular. Alejandro Rojas. “Modelos matemáticos del cosmos de los indígenas mayas precolombinos”. Fundación CINTEC 2001. http://www.cientec.or.cr/matematica/mayas.html

17 El Mercader, una obra teatral que procede de la zona de Tulancingo, data aproximadamente de 1630. Se trata de una pieza que exalta el sacramento de la penitencia y, por lo tanto, el ejercicio espiritual de la confesión. La obra, señala Horcasitas, pudo haber sido elaborada en tiempos de una segunda o tercera generación de indígenas convertidos, es decir, a finales del siglo XVI, período en el cual valores tan complejos, como el de la confesión, aún no lograban enraizarse entre la población indígena. Fernando Horcasitas. Teatro náhuatl. Epocas Novohispana y Moderna. II. (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2004), 115-117.

 

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