Lo primero sea decir que sin María Nieves Alonso yo no habría conocido a Antonio Gamoneda. A ella, a través de unas “Notas para un diálogo”, que publicó el número 65 de la Revista Chilena de Literatura, en noviembre del 2004, le debo mi inquietud por saber más de ese hombre de Asturias y de León, por leer sus relativamente escasos y siempre esquivos libros de poemas. A ella sobre todo a través de este estudio que hoy nos convoca –Partes iguales de vértigo y olvido, Calambur, Madrid-Concepción, 2005– la oportunidad de discurrir en común acerca de una persona y de unos poemas increíbles que, valga la frase hecha, todos deberían conocer, no solo por necesidad profesoral, sino también y sobre todo por urgencia humana.

Reducir a Gamoneda a las dimensiones legítimas pero limitadas de una profesión, resulta injusto y hasta torpe. Injusto, ya que a la vista de cualquier lector sensible, Gamoneda ha escrito una obra ahincada en la hondura del hombre, en sus raíces de ser único vinculado a la vida y a la muerte –“crece la muerte con la vida”, nos dice–; al silencio y a la voz que a muchos, si no a todos, nos expresan. Y torpe, porque en su lectura crecemos, gozando y sufriendo a la vez, mucho más allá de las fronteras meramente profesionales de la clase o de la crítica literaria.

En los años tan lejanos de mi encuentro inicial con España (1948), supe de otro poeta leonés con el cual alguna vez nos escribimos. Me refiero a Eugenio de Nora que después de ese tiempo fue conocido por un voluminoso y luminoso tratado sobre la novela española, que publicó la editorial Gredos. Con ser tan docto el libro, mi recuerdo no va al erudito Nora, sino al joven poeta de un pequeño volumen de la colección Andonais. Y de este librito, no más que estos versos inolvidables: “¿Para qué quiero la vida/ si no es para regalarla?” León y su catedral gótica, León y la nobleza no siempre grande de sus reyes y sus príncipes, León y el duro San Marcos en que Francisco Quevedo estuvo preso durante cuatro años, León de mi amigo Eugenio de Nora, y León –en fin– la ciudad en que creció Antonio Gamoneda y que alguna vez evocó así:

“Desde los balcones, sobre el portal oscuro, yo miraba con el rostro pegado a las barras frías; oculto tras las begonias espiaba el movimiento de hombres cenceños. Algunos tenían las mejillas labradas por el grisú, dibujadas con terribles tramos azules; otros cantaban acunando una orfandad oculta. Eran hombres lentos, exasperados por la prohibición y el olor de la muerte”.

¿Cómo seguir esta presentación? ¿Directamente con palabras acerca de ese libro único y múltiple al mismo tiempo de Gamoneda –Edad, Cátedra, Madrid, 2000– o con palabras estrictas acerca del libro ya citado de María Nieves? La disyuntiva no es fácil por la sencilla razón de que ella se ha adentrado de tal manera en él que por momentos parecen confundidos. Partes iguales de vértigo y olvido es más que un texto de crítica literaria. Es algo así como una paráfrasis poética –estética, mejor– de los poemas del escritor leonés. Las citas, desde luego, son abundantes y tan pertinentes, que hay que atender al cierre de las comillas para percatarse del pase del original citado al comentario. Y esto no es elogio ni vituperio, sino afirmación objetiva de una realidad importante y de interés. A la poesía, con las antenas poéticas, puede decirse; no únicamente con el saber intelectual y la pluma erudita. ¡Cuántos ejemplos viejos y nuevos, forasteros y de nuestra lengua, al respecto! Goethe, T.S. Eliot, Fray Luis de León, Paul Valery, Jorge Guillén, Dámaso Alonso, Pedro Salinas y muchos más supieron de esto, de la crítica a la poesía desde ésta. También Antonio Gamoneda que recrea al García Lorca de Poeta en Nueva York o que con luminosidad envidiable aclara lo que es el narrador múltiple y personal que ocurre en la poesía épica. Cito a Gamoneda: “Lo esencial de la poesía épica es que el autor no participa en el poema como individuo privado, sino que asume todas las voces de la colectividad y se transforma en operador de la lengua... Multiplicidad de voces –a veces confusa– de quienes hablan y de quienes escuchan. Todo protagonismo está aquí disperso, velado... Se habla en todas las personas, desde la primera a la tercera, en singular y plural, porque lo que se está exponiendo es el universo total del verbo”.

Es una conceptualización muy lúcida del hablante épico. La comparto y me aclara una cuestión difícil, la de cierta prescindencia autoral en los grandes poemas épicos. Uno se pregunta, a este propósito, si las palabras de Gamoneda no valen también, con la eliminación de la frase “como individuo privado”, para la poesía lírica. Su poesía, al menos, en la que ciertamente participa en cuanto individuo privado, expresa la realidad de muchas voces que no son solo la propia. Él habla en todas las personas, no solo gramaticales; su expresión asume la de otros que no son poetas. La palabra de Gamoneda –y quizás la de todos los poetas de verdad– vale en cuanto expone universos que sin ella quedarían sin manifestarse, en un silencio injusto. Los lectores confían, confiamos, nuestra ausencia a la presencia del autor que nos representa, y entregamos nuestro obligado mutismo de buenos escuchadores al decir del poeta que nos asume, aun sin conocernos personalmente. Es la universalidad de la poesía, de la poesía lírica en este caso. El poeta Gamoneda actualiza y hace patente con su voz individual la de todos los dormidos y callados, de ahora, de antes y de mañana. Universalidad, así, también en el tiempo que denota al que llamamos poeta clásico.

Creo que hay algo y quizás mucho de todo ello en el inicio del título del libro comentado: “Partes iguales”. Pero hay que leerlo entero: “de vértigo y olvido”. El olvido sería nuestra incapacidad de manifestar lo que en audacia y riesgo –en “vérti-go”– hacen presente tanto Gamoneda cuanto María Nieves Alonso. Él como creador, y ella como puente entre la palabra del escritor y nuestro silencio. Todos participamos: uno como autor, la otra como crítico y poeta a la vez, nosotros desde el olvido de nuestra voz que con ambos libros comienza a tener resonancia.

El capítulo II se llama “El libro del caos y del ritmo. Las pérdidas y las (des) apariciones”. La autora se remite constantemente al Libro del frío, que Gamoneda publica en Valencia el año 2000. No lo he leído, no lo pude encontrar. No se incluye, al menos explícitamente, en Edad. En la bibliografía veo que Marcelo Garrido escribió sobre él. ¡Que pena. La ficha respectiva dice “Artículo inédito”!

Con tanta orfandad, podría seguir de largo, pero quizás se pueda hacer un par de comentarios, a la luz del decir mismo de Ana María y de otros autores que ella cita con profusión. Está presente ante nada el pesimismo del autor estudiado. El frío es el fin de la muerte, una muerte de tubos, de oscuridad, de final que sin embargo puede ser blanco. Pesimismo al parecer sin remedio: “Amé todas las pérdidas”... “coge la flor de la agonía”. Del agua queda apenas la humedad, de la mujer –madre o amada– olor que se extiende en las habitaciones, del yo antes compacto y hasta cierto punto inmutable una oscilación que va de más a menos. Las materias mismas van como diluyéndose y evaporándose. Ese blanco mortuorio da en luz y hasta la humedad da paso a lo seco. Todo, así, es un devenir, no para el ser sino para el no ser, para el ir “no siendo”, mejor. Recordemos que el capítulo se llama “las pérdidas y las (des) apariciones”, solo que el des está en paréntesis; lo que permite una reconstrucción del título: pérdidas y apariciones. Repito que no he leído el Libro del frío. Pero por algunas relaciones postreras del capítulo, por ejemplo, con la poesía de Angel Valente (poeta al que conocí entrañablemente), no puedo sino preguntarme si esta desembocadura hacia la nada es solo eso, o acaso también la historia de un desasimiento que va a llevar justo a lo contrario, a cierta plenitud, a la luz como contrapartida de la sombra, a una desesperanza que no es desesperación. Queda a la postre la palabra – ritmo y armonía – música en fin que de alguna manera misteriosa pero entrevista por la poesía se enlaza en los comienzos. Así, en el inicio y en el término, en la alfa y la omega, el logos, la palabra.

Valga esta reflexión más que como una afirmación, como un interrogante. Si se quiere, también, como un anhelo íntimo de quien la formula.

Salto al capítulo III, al del diálogo de Gamoneda con Neruda y García Lorca, por ser más conocido y, en relación con los otros tres, quizás algo más externo. Y es que quiero llegar con prisa al capítulo 4 y al atribuido no solo a María Nieves, sino también a Gilberto Triviño, catedrático, como ella, en la Universidad de Concepción.

Llegamos con este último capítulo al más hermoso del libro, al más poético, al menos erudito pero más sabio, al que salvaría al libro si es que los tres primeros desaparecieran.

El capítulo descansa en cuatro apariciones y otras tantas revelaciones que iluminaron desde temprano la vida y el quehacer de Antonio Gamoneda. Es la magia, la maravilla resultante del encuentro con el libro, con cuatro libros. Dicen que los niños griegos aprendían a leer en Homero, y los niños israelitas en la Biblia. Dicen como cosas increíbles del pasado, de un pasado irrepetible. Nuestros niños, ¿dónde aprenden si es que aprenden a leer de verdad? Mala pero frecuente expresión: las primeras letras. Ojo: ¡ni siquiera las primeras palabras! Será en la misma medida en que los profesores nos hemos transformado de educadores en pedagogos, si es que no en meros instructores. Ganomeda, a falta tal vez de una escuela sistemática – la guerra civil llegó también a León – o por “otra causa encubierta y no sabida” (cita de La Araucana), acunó su lectura en cuatro libros, tres de poemas y una novela. Sus nombres: Otra más alta vida del poeta menor Antonio Gamoneda, padre; Rimas y Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer; Segunda Antología poética de Juan Ramón Jiménez y Crimen y Castigo de Dostowieski.

Es el saldo de una biblioteca virtual que el poeta no conoció. Su madre salvó en el cambio de Asturias a León no más que el libro del esposo fallecido. Y el hijo supo del padre a través de esos versos menores pero inmensamente significativos. Con la lectura el niño iba conociendo al padre, asomándose a la poesía, creciendo en sensibilidad y capacidad creadora. Comenta el propio Gamoneda: “Fíjense bien en que no es lo mismo reunir los símbolos visuales y la oralidad pobre de una frase como «Pepito toma mi pato», que conseguir el trabajoso milagro de una escritura y oralidad que diga, por ejemplo: «Rubén estaba triste como un soplo de viento,/ erraba por la vida cansado de vagar.../ Rubén andaba errante, como un cóndor sediento / sobre el agua del mar»”.

Saltándose el deletrear y el palabrear, el poeta español aprendió a leer desde la poesía, a través de la poesía. Es válida la inversión: supo de la poesía desde su aprendizaje de la escritura. Lección válida para muchos, especialmente para los papás y para los profesores.

Ese fue el puntapié inicial; el partido siguió con Bécquer y Juan Ramón, con Dostowieski y, por cierto, con el mismo Gamoneda, primer lector de sus propios escritos. Cuatro o cinco libros, no tantos ni necesariamente los más célebres. Son los que aparecieron en una vida destinada a la poesía. Sí, aparecidos antes que buscados. Inevitablemente llegaron a su espíritu y a su cuerpo, y lo alteraron. Igual que los mejores amigos y, si se quiere, igual que el encuentro con el amor, con la amada. Ahí empieza todo. Lo anterior es prehistoria. La historia de Antonio Gamoneda se identifica con sus libros, con estos iniciales, con los aparecidos, que nunca desaparecieron de su horizonte, aunque la biblioteca llegara a sumar más de seis mil volúmenes, entre los cuales muchos tenían más prestigio que los cuatro del comienzo.

Vida, dolor, belleza, muerte, ternura, en estos poemas que son letra y tanto más. ¿Qué más?

Recorro ahora solo la Edad completa de Gamoneda. Y encuentro que ella no termina en el “No” ni en el pesimismo. Inesperadamente en alguna fecha –1953 para ser exacto– con el título suprimido “Ansia” hay un soneto de futuro, de esperanza, que yo quisiera leer esta tarde, porque encierra ese “más” que está y hacía falta:

Como la tierra silenciosa espera
ser labrada, apasionadamente,
así. Ya tengo el corazón caliente
de espera bajo el sol a que Dios quiera.

A que quiera venir. Si Dios viniera,
si viniera Él aquí, si de repente...
¿Por qué pensaré en Dios tan dulcemente
cuando tengo en la vida quien me quiera?

Y me pongo a soñar, y se me llena
de sueño el corazón, y me parece
que cantan sobre mí. Pura, serena,

gira la tierra lenta del verano.
Desde la gana de vivir me crece
un ansia de llamar a Dios hermano.

Como Petrarca, como Quevedo, como todos los grandes sonetistas, la cima, la síntesis, el todo cabe en uno solo de los 14 versos; en el último:

Che quanto piace mondo è breve sogno... Polvo serán mas polvo enamorado... un ansia de llamar a Dios hermano.

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NOTA

Escrito presentado el 9 de noviembre de 2006 en la Universidad de Concepción, Departamento de Literatura. Antonio Gamoneda ha recibido recientemente los Premios Reina Sofía y Cervantes.