FRANCISCO LEAL
Insectos

Artefato, Montevideo, Uruguay, 2005

Pocos libros de la poesía joven chilena más reciente demuestran tamaña sabiduría y contención escritural como estos Insectos de Leal, que pese a lo microscópico de su mirada, es capaz de convertir el leitmotiv de su título en la excusa para abrir sin complejos el compás de su mirada.

Sin esconder su deuda con la estética de David Cronenberg, Leal se pasea con ojo detallista -lo había anunciado ya en la presentación de su primer libro, Vecindario, cuando decía que le deslumbraba "lo que Gonzalo Rojas ha llamado la `poesía cosalista' de Chile: las cucharas con aceite, los utensilios oxidados, el olor a orina, los fantasmas que caminan con corbata entre personas de Residencia en la tierra de Neruda me fascinan… La contemplación de un pan sobre la mesa a medio quemar de Gabriela Mistral me parece irreproducible en su intensidad", cuando se deslumbra, decíamos, por un sinnúmero de retratos y paisajes que no tienen otro denominador común que la impajaritable presencia de los insectos. O, por lo menos aparentemente no tienen otro denominador común, porque una segunda lectura nos deja ver que a estos textos los recorre de punta a cabo un tono y una respiración, verdaderos protagonistas del volumen: entrecortada, parsimoniosa, ajustada a las exigencias de la imagen, la pulcritud de este libro -menos en el fondo que en su forma, si son posibles este tipo de distinciones- no obsta para que el enfoque sea capaz de hacernos ver no lo invisible, sino aquello que por pereza o distracción no vemos.

Es precisamente en el concepto de lo no visto donde quisiera detenerme. Este libro se publica en el año 2005, en un momento en que nada es invisible o, por lo menos, todo pareciera estar al alcance de nuestra vista, léase de nuestro conocimiento. Podemos acceder a hiperlinks para encontrar lo que no encontramos en nuestra biblioteca. El sujeto promedio de hoy en día puede viajar con una facilidad impensable para el siglo XIX, donde viajar era sinónimo de distancia y despedidas (así lo testimonia, sin ir más lejos, buena parte de la pintura decimonónica). Ergo, difícilmente hay algo que el hablante de este volumen pueda poner a nuestra disposición que no haya sido dado a conocer con anterioridad, que no haya sido puesto ante nuestros ojos previamente. El autor lo sabe y, con lucidez que se agradece, no se deja caer en la trampa. La entomolgía de Leal, por tanto, se preocupa más de lo que rodea sus insectos antes que de los insectos mismos, i.e., hay un afán en el hablante por deslizar, junto a ese tono de distanciamiento casi brechtiano que lo impregna, escenas paralelas que nos hacen preguntarnos por quién ocupa en realidad el primer plano de la mirada. Así, el primer poema, "Autopista", se detiene sobre un can despanzurrado en la carretera. El espectáculo evoca en el hablante no solo la semejanza de los intestinos del animal muerto con la forma de un gusano. Tal analogía sería un ejercicio meramente denotativo que no pasaría de la relación "esto es como esto otro". Al contrario, el poema de Leal va más allá y nos ofrece un esquema donde A es como B, pero también como C y D, siendo estas últimas alternativas mucho más válidas y elocuentes que la primera: así, ese "gusano descolorido con forma de intestino", semeja también "el dedo frío del profesor bajo la falda/o una llamada a medianoche". El universo referencial entonces es engañoso: ni el muestrario de insectos es tal, ni tampoco, el orden alfabético con que están distribuidos la totalidad de estos cuarenta y dos poemas, desde la A hasta la V, puede ser considerado en realidad sino como un simulacro del mismo: náufragos entonces en el mar de la significación y habiendo prescindido en consecuencia de una lectura primariamente referencial, nos queda 1) trazar una genealogía de la escritura de Leal, que indefectiblemente nos lleva a nombres como el de Reznikoff y Oppen y, en general, a cierto objetivismo más o menos desembozado en el texto, y 2) ahondar en la propia declaración de intenciones del autor, arriba señalada, en torno a su fascinación por la poesía "cosalista" y cómo esta ha marcado la escritura de Insectos.

Porque objetos abundan en estos poemas: el dial de una radio, el limpiaparabrisas de un auto que hace la ruta St. Louis-Chicago (esas cuatro o cinco horas recorriendo las interestatales a través de infinitos y planos campos de maíz, para no dejar de mencionar también que el autor está haciendo un doctorado en literatura en la primera de esas ciudades), granos de azúcar, un cigarrillo prendido. Si se me permite aquí usar la definición que Paul Auster hace del mencionado Reznikoff, "Charles Reznikoff es un poeta del ojo. Cruzar el umbral de su obra equivale a ingresar en la prehistoria de la materia, a encontrarse uno mismo expuesto a un mundo en el cual el lenguaje aún no ha sido inventado"1, vemos que estas no describen una actitud adánica ni fundacional, sino más bien una especie de relación, si no fraternal, al menos sin demasiados intermediarios -retórica aparte, por supuesto, aunque retórica de la buena- entre las palabras y las cosas. No creo que sea forzar los términos si digo que las palabras de Auster me parecen aplicables al poemario de Leal, en la medida en que se entienda que aquí hablamos de la invención de un lenguaje puesto al servicio de las particularísimas materias que atraviesan la mirada de este conjunto. Quizás si ejemplificando pueda hacer más claro lo que digo: al leer "Luciérnaga", "Insectario" o "Cúmulo". En el primero de ellos, la colilla de un cigarrillo, expelida desde un auto que transita por la oscura soledad de una carretera -la verdad no se nombra carretera alguna, pero la supongo por el solo hecho de que esa colilla sea la única luz de esa noche-, pasa a ser esa luciérnaga que también deviene en metáfora de la soledad del hablante, tal vez único rasgo de cierto neorromanticismo detectable, si es que, en este libro. Pero es también solo eso, un cigarrillo apagado saliendo de la ventana de un auto. Pareciera que Leal permanece fiel al mandamiento de Pound, conózcalo o no, aunque lo más probable es que sí: "Vive en el temor de las abstracciones. No repitas en versos mediocres lo que ya se ha dicho en buena prosa". Y esto, que parece haber sido el credo de Gonzalo Millán a través de toda su obra, pero con lo que ha logrado especiales dividendos en textos como La ciudad y su reciente Autorretrato de memoria, Leal lo lleva a efecto con un dejo de notoria parsimonia, con la flema del entomólogo que (no) es. Pero nombrar a Millán significa inevitablemente internarse por los meandros de la ya mentada genealogía de Francisco Leal, es adentrarnos en una serie de relaciones que no significan, supongo que eso queda claro, calco alguno. Diálogo sí, aprendizaje en buena ley: el mismo Millán señala entre sus autores decisivos a Charles Reznikoff, de quien ya hiciéramos mención. Porque, al igual como esto se cumple en Millán, en Leal también podemos ver que la lupa que se posa sobre los objetos no es transparente ni ingenua, sino que deforma esa realidad (que solo puede ser contemplada) a través de ella: así como los niños, en días de verano, muchas veces se dedicaban a quemar hormigas y lagartijas enfocando y aumentando los rayos del sol a través del vidrio de la lupa. Así lo desnudo de este ojo nunca es inocente y la imaginación poética recae no en la oferta infinita de metaforones, sino en la selección de la mirada y el hallazgo de lo fortuito, por un cierto tipo de azar que justifica en no pocas ocasiones el mote de objetivo.

Otro de los hallazgos felices de este libro es el sabio uso que se hace de lo que -con su acuciosidad de siempre-, Carmen Foxley hubiera llamado discurso "paratextual", a saber: las dedicatorias que abren el libro, el epígrafe que las sigue y el listado de nombres a los que algo se tiene que agradecer y que también pueden ser leídos como otros tantos poemas del conjunto. Así con la primera de esas dedicatorias ("A mi abuelo Fernando, naturalista"), que amplía el margen de lectura del libro, el trasunto biográfico tal vez no sea un tema a descartar de antemano. Aun más, si en la lista de agradecimientos aparecen mencionados "mis amigos y amigas biólogos de UMSL", como cerrando el paréntesis para completar ese tamiz de referencialidad en un libro que precisamente parece manejar a su propio antojo los límites de ésta.

Pero el texto que me parece decisivo es el poema de Maca Urzúa, "El vuelo de la mosca", que figura como único epígrafe del volumen. Y la elección no es errada. De su lectura podemos concluir que los insectos de Leal son un sistema significante ("la mosca parece letra en la página blanca", dice Urzúa) que, interrumpiendo el silencio de la página o la pared en blanco, se confunden con el ruido de unas teclas -"no de un piano", explicita Urzúa- que viene a modificar, léase a llenar de moscas y, por extensión, de insectos, ese espacio previamente impoluto y/o en blanco: 

 

"(…)El silencio de la mosca
cuando encuentra algún descanso
sólo el ruido de las teclas
no de un piano
sobre el espacio en el blanco"
El vuelo de la mosca
Macarena Urzúa

 

Una escritura que no es música, ergo, sino una comunicación con el ojo. Una poesía visual que no recurre ni a fotografías ni a dibujos ni collages para ser tal. Como, por esas coincidencias que provoca la lectura, el autor de esta reseña tiene la ¿suerte?, sí, supongo que sí, la suerte de conocer esas mismas carreteras interestatales que llevan de un Estado a otro de la unión americana, leer estas palabras chilenas editadas en tierras uruguayas no deja de ser una excelente compañía mientras volvía de uno de esos viajes. Cuando a uno, en estas autopistas hiperdesarrolladas, se le pasa la salida que conduce al destino planificado en un principio, usualmente se tiene que dar un largo rodeo para volver a empalmar con el trayecto que uno se había trazado. A veces toma horas: en vez de llegar a St. Louis y sus blues se puede terminar perfectamente en Kansas City o algunas de las zonas de Louisiana recientemente devastadas gracias a los huracanes de la última temporada. Francisco Leal ha descrito, entre otras cosas, esos trayectos, pero sin abandonar una familiaridad con el lenguaje que delata -pero no denuncia- su irrefrendable pertenencia a la comunidad de una lengua, a la tradición de cierta poesía cuyas huellas son, no por evidentes, menos plausibles de reconocer. A falta de una palabra mejor, me gustaría describir esta actitud con palabras como lucidez, honestidad, o bien, agradecimiento.

 

 

CRISTIÁN GÓMEZ O.
Universidad de Chile

 

NOTAS

1 Auster, Paul. The Art of Hunger and Other Essays. Menard Press of London, 1982.