Cecilia Sánchez. El conflicto entre la letra y la escritura. Legalidades/contralegalidades de la comunidad de la lengua en Hispano-América y América Latina. Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica, 2013.

 

La lengua no es un sistema que se pueda implantar o bien erradicar de una comunidad, de una nación, de un pueblo, de un conjunto de hablantes, sin embargo, tras el proceso de independencia en América, después de 1810, el problema de la lengua afloró como un asunto que no solo traducía inclinaciones políticas y filosóficas, sino también estrategias concernientes a la formación elemental de los ciudadanos. Las emergentes naciones americanas tuvieron frente a sí el desafío de arremeter contra la herencia colonial hispánica; lo que para muchos fue y será una gesta de transformación radical de la sociedad, para sus protagonistas fue un tragedia en la que debían decidirse cuestiones fundamentales para el futuro de los pueblos americanos. No es casual que muchas de las polémicas que se suscitaron en el ambiente cultural -‒donde participaron Bello, Sarmiento, Jotabeche, Sanfuentes y Lastarria‒, no fuesen sino el correlato de las pugnas que se desplazaban a todos los espacios en los que la representación política se podía traducir en un problema de definición cultural. Las naciones americanas se encontraban escindidas tras las guerras de Independencia debido a que no todos los españoles americanos, como los llamaba Juan Pablo Viscardo y Guzmán (1748-1798), fueron partidarios de la emancipación, ni todos los partidarios de la emancipación participaban de la idea de edificar un nuevo orden prescindiendo de sus intereses particulares. Dichas naciones, asoladas por el caudillismo y las guerras fratricidas, pocas veces encontraron un camino de unidad frente a las muchas decisiones difíciles que a los líderes posindependentistas les correspondía tomar. Los gobiernos quedaron en manos de la oligarquía: clase exclusiva, demográfica y socialmente minoritaria, que, sin embargo, tenía el poder suficiente para imponer un proyecto de nación a una comunidad muda, incierta y lingüísticamente vacilante. Una Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos es la respuesta de Andrés Bello (1847) a la inminente diseminación del habla de los americanos. No habiendo claridad en los límites de las naciones, ni certeza sobre la soberanía que les correspondiese, la lengua debía constituir los límites de aquella región descrita por Bello en sus “Silvas Americanas” (1823-1826). El temor ante la fragmentación deviene en una concepción normativa, disciplinaria, de la lengua: una glotopolítica, al decir certero de Elvira Narvaja, en su libro Los discursos de la nación y el lenguaje en la formación del Estado (Chile, 1842-1862). Estudio glotopolítico.

La tesis central del libro de Cecilia Sánchez es que el orden de la letra inscribe un régimen racional en el espacio en blanco del paisaje americano. La idea eurocéntrica del Nuevo Mundo, que solo podía ser nuevo para quienes lo comenzarían a habitar tras bajar de sus naves, procuraría una promesa: inscribir la racionalidad implícita de la modernidad sobre un paisaje no roturado; esto es, pensando a América a manera de página en blanco.

El texto de Cecilia Sánchez construye una primera línea argumental donde revisa la herencia lingüístico-filosófica europea que encontramos en la base del pensamiento de Andrés Bello, “lo que Humboldt valora de todas las lenguas es su fuerza propia e íntima” (85), se afirma en el texto. Esta idea es la que permite aseverar la distinción entre la lengua nacional americana en oposición a la lengua castellana, heredada por la Conquista. Sin embargo, esta idea que pudo impulsar en Bello un argumento reductivo y esencialista de la peculiaridad lingüística americana, no cristalizó en esa dirección; por el contrario, usando la misma lógica que desarrolla para comprender la historia, así como en la invitación hecha a la poesía en las “Silvas” –en tanto expresión sublime de la cultura‒, -para que se traslade a América a renovar las promesas de la cultura y la utopía, el venezolano es capaz de articular lo particular y lo universal de manera incluyente.

Hacia aquella multiplicidad heteróclita en que deviene la lengua de los países americanos, escindidos de la metrópoli, expresados en una lengua y en una escritura (ocasionalmente) con tendencias provincianas, es que los registros de la lengua de las personas educadas tenderán a erigirse en medida y norma del bien decir (o escribir) mediante la legitimización de estilos y modos rectos. Las políticas referidas a la lengua y la escritura, en todas sus variables estilísticas y retóricas, gramaticales y poéticas, estarán regidas por aquella pasión por el orden con que Iván Jaksic ha caracterizado al pensamiento de Andrés Bello.

Para la consagración de un nosotros americano, dirá Cecilia Sánchez, cobijado bajo una misma lengua, los letrados buscaron fundamentos en las teorías de los pensadores europeos, aquellas que les permitían postular la idea de una lengua pública originaria, inaugural. Las políticas de la lengua hallaron fueros en la lógica de Port Royal, o en la cartesiana; en las aportaciones de Wilhelm von Humboldt, de J. J. Rousseau, en la concepción de una lengua pasional en oposición a una lengua fría, postulada por este último, por ejemplo.

En el Prólogo a su gramática, Andrés Bello (1847, citamos por la edición de 1876) afirma: “El habla de un pueblo es un sistema artificial de signos, que bajo muchos respectos se diferencia de los otros sistemas de la misma especie; de que se sigue, que cada lengua tiene su teoría particular, su gramática. No debemos, pues, aplicar indistintamente a un idioma los principios, los términos, las analogías en que se resumen bien o mal las prácticas de otro” (VI). De donde podemos colegir que la concepción lingüística de Bello, además de su secularidad moderna, por una parte se sujeta a las concepciones románticas de la lengua, esboza su noción de lo peculiar como rasgo distintivo de la nación, afirmando esta última como propiedad diferenciadora. La identificación de los americanos con el paisaje, con sus héroes, su historia, piensa Bello, puede ser indicio de una comunidad única e irrepetible, que se forja mediante la palabra, que, como afirma el venezolano, surge al calor de una “gramática nacional” (XII).

Otra de las tesis sembradas en el texto de Sánchez es que a partir de las propensiones confrontacionales entre la letra y la escritura en la América hispánica ‒y sus líneas de continuidad y ruptura respecto de una América Latina‒, es posible urdir una trama de corrientes incesantes de voces, textos y hablas ‒que se establecen sobre aquella página en blanco representada en la metáfora del Nuevo Mundo‒, que susurran otras diferencias, otros bordes en los que se dibuja la pertenencia, la falta, la sincronía o la distancia respecto de una lengua que ha sido enseñada como materna y que es una lengua (o escritura) que algunos querrán reescribir, desaprender o refundar. Sánchez escenifica los conflictos de la letra y la escritura ‒una oposición trazada por el original pensamiento de la différance derridiana‒ en una América desmembrada. Esta designación norteamericana, que se desgaja de la apropiación del nombre “América”, es una suerte de coda o resto, que impone una diferencia respecto de quienes se erigen en centro de referencia, designando a los otros (habitantes de la periferia) con el significante que implica un distingo desvalorizado. A partir de su diferencia ‒distancia‒ sajona, América se apropia de una designación que escinde el nosotros de la comunidad imaginada por los padres de la Independencia. Esta distinción operante será encarada por el modernismo, que en la voz de José Enrique Rodó se designará como nordomanía; entendida por tal a aquella conducta de subordinación a los propósitos y valores de la hegemonía del Norte. Esa diferencia americana, traducida en el discurso modernista de Rubén Darío y José Enrique Rodó, del modernismo en general, pone de relieve una lengua cosmopolita que se distingue del habla bárbara emergida de las pampas agrestes descritas por D. F. Sarmiento como la amenaza que surge en las sombras.

El dispositivo metodológico y teórico de Cecilia Sánchez le permite articular el conflicto arriba descrito, radicado en los orígenes de las repúblicas americanas, cruzando por los textos de Andrés Bello, Simón Rodríguez, Ventura Marín, Miguel Varas, Domingo Faustino Sarmiento, hasta voces habitantes de otros ámbitos y otros tiempos, como José Martí, José María Arguedas, Joaquim Machado de Assis, María Luisa Bombal, Augusto Roa Bastos, Juan Rulfo y Rubén Darío. 

La aproximación que realiza Cecilia Sánchez al conflicto entre la letra y la escritura es una maniobra política. Primero, porque sus criterios implican el re-delineamiento de las fronteras disciplinarias; los límites institucionales son removidos por la práctica de una hermenéutica que rebasa las categorías estrechamente literarias y las rigurosamente filosóficas. En ese sentido, la deconstrucción permite instalar dimensiones de la escritura que no caben en los límites represivos de ficción/realidad o novela/ensayo, ley/literatura, poesía/ciencia. Ni mundos representados ni formas de representar mundos se pueden discernir a partir de reducciones ontológico-discursivas ni menos aún por las categorías inconsistentes de los géneros literarios. Como lo plantea la propia autora del ensayo, respecto de Facundo (1845), citando a Noé Jitrik, si el texto es historia, pero es más que eso, es memoria a la vez que autobiografía y novela, entonces, de qué disciplina es patrimonio. Como sabemos, no fue objeto de estudio ni de las historias de la novela hispanoamericana, ni mucho menos como fuente verosímil de la historiografía; es, sin embargo, eje discursivo fundamental de la cultura decimonónica latinoamericana. Segundo, el texto envuelve una maniobra política porque pone a los lectores frente a una hermenéutica que no se ciñe a las políticas académicas de la linealidad argumental. Por el contrario, es un texto ensayístico. En la primer parte abunda en digresiones, a veces más o menos injustificadas, a veces con mejor destino que otras, en las que la lectura se pierde entre árboles de un proliferante bosque de términos. Las tres partes restantes suelen retomar un camino trazado en el principio del planteamiento general del libro, pero siempre con una nutrida proposición de lecturas “conflictivas” y discordantes con la historia de la literatura en términos tradicionales, interpelando al lector a una lectura atenta. El texto de Cecilia Sánchez reclama de sus lectores la lectura de otras interpretaciones, arcaizadas y lejanas, que son, sin embargo, el trasfondo distante de sus argumentos. Nos propone, por el contrario, un horizonte de lectura vibratoria, con cursivas, para subrayar su extrañeza ‒siguiendo sus propuestas de lectura‒, en donde la impropiedad de la lengua no difiere, finalmente, de la impropiedad de la escritura. Si la lengua es una alteridad en la que ingresamos para no salir, pero es a la vez un espacio que nos conforma sin que logremos apropiárnosla, la escritura no nos es menos ajena ni es menos modeladora de nuestras identidades en discursivo devenir.

 

Hugo Bello M. 

Universidad Alberto Hurtado

 

hbello@uahurtado.cl