REVISTA CHILENA DE LITERATURA, Noviembre 2010, Número 77, 51 - 73

I DOSSIER BICENTENARIO

ESCRITORES Y ESTADO EN EL CENTENARIO: APOGEO Y DISPERSIÓN DE LA LITERATURA NATIVISTA ARGENTINA.

Diego J. Chein

CONICET – UNT (Universidad Nacional de Tucumán, Argentina)
cheines@sinectis.com.ar

 

Resumen

En el marco de la nueva alianza entre escritores y Estado que se fragua en el campo literario argentino hacia el centenario de la revolución de mayo, la posición nativista para una literatura regional-nacional, forjada en las dos últimas décadas del siglo XIX, se constituye en la piedra basal para mediar y negociar los intereses de un Estado oligárquico que ve amenazada su hegemonía y las necesidades de los escritores nacionales que aspiran a una autonomía profesional que el mercado aún no garantiza, así como las contradicciones inherentes a la conflictiva relación que ambos mantienen con el “pueblo”. A través del examen de las obras de dos de los más reconocidos escritores del período, Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas, exploramos las apropiaciones, los desplazamientos y las resignificaciones que promueven, al mismo tiempo, el apogeo y la dispersión de la posición nativista para una literatura regional-nacional.

Palabras clave: literatura argentina, nativismo, centenario, Lugones, Rojas.

 

Abstract

With the new alliance between writers and the state, which was forged in the literary circuits in Argentine towards the first anniversary of the May revolution, the ‘nativist’ claims for a regional-national literature, forged in the last two decades of the nineteenth century, became the basis from which to mediate and negotiate the interests of an oligarchic state. This state perceived a threat in the needs of national writers who aspired to acquire a professional autonomy not to be guaranteed by the market alone. It also perceived a threat in the contradictions inherent in both the state’s and the writers’ conflictive relationship with the “people”. By examining the works of two of the most renowned writers of the period, Leopoldo Lugones and Ricardo Rojas, we explore the appropriations, displacements and resignifications consistent with the rise and the range of influence of the nativist position.

Key words: Argentine Literature, Nativism, Centenary, Lugones, Rojas.

 

 

A medida que en las dos últimas décadas del siglo XIX avanza a paso acelerado en Argentina la modernización del Estado y de la economía, las emergentes condiciones de un campo intelectual nacional tienden a gestar la nueva figura del escritor profesional y a promover el recorte del área del “espíritu” como su ámbito de intervención específico. En los albores del nuevo siglo, este espacio de la actividad cultural nacional se constituye en el lugar de articulación de una nueva alianza entre escritores y Estado. Lejos de la síntesis indisociable entre literatura y política que caracterizaba al escritor civil decimonónico, la nueva alianza apuesta a una intervención en la política cultural y educativa capaz de atender a las necesidades de ambas partes, tanto las de un Estado oligárquico cuya hegemonía se ve amenazada por las presiones democratizadoras de nuevos sectores sociales urbanos, como las de escritores profesionales que aspiran a unas condiciones ideales de autonomía que el mercado local aún no puede garantizar por completo. Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas son dos de las figuras más significativas que asumen el rol de guías intelectuales de esta nueva política del espíritu.

La oposición entre materialismo y espiritualidad, que a comienzos del nuevo siglo se halla en la base de la nueva alianza y política cultural, atraviesa todas las posiciones del emergente campo literario de fines del siglo XIX. El modernismo funda en ella su prédica en torno a una aristocracia del espíritu. En la retaguardia de la renovación modernista, la posición nativista para una literatura regional-nacional promueve también el deslinde de “la región serena, allí donde las pasiones combatientes llegan tibias, donde una clase de hombres excepcionales, sustraídos a las luchas ardorosas, se ocupa en silencio del culto de la belleza”, de ese espacio que otorga una especialidad a aquellos que “están al cuidado del santuario, mientras los más, la gran masa, se anda por las calles, por clubs, por los comicios, buscando la salud de la patria” (González, Intermezzo 21). Es precisamente el dispositivo nativista el que hacia el centenario de la revolución de mayo aporta la sustancia que satura la nueva alianza de escritores y Estado.

Como argumentaremos a continuación, el dispositivo nativista, que nacionaliza el espacio de intervención cultural al identificar el espíritu con la esencia de la argentinidad y que inicia la construcción letrada del gaucho como su exponente paradigmático, alcanza un punto máximo de apogeo y, al mismo tiempo, de dispersión en el campo literario nacional como fundamento de la nueva alianza entre escritores y Estado. A través del examen de la obra de Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones exploraremos las operaciones de apropiación, resignificación y desplazamiento del nativismo en relación con la funcionalidad que asume tanto para las necesidades del Estado como para los requerimientos de los escritores en el marco de esta nueva alianza.

Joaquín Víctor González, el iniciador de la posición nativista para una literatura regional-nacional1, es en las últimas décadas del siglo XIX el primer exponente que cristaliza esta nueva relación entre política y literatura que, a la vez que resguarda y promueve la independencia de ambos, abre el camino para la inserción de los escritores como guías necesarios de una política cultural. Tanto Lugones como Rojas fueron convocados por este ministro del Estado roquista para ocupar cargos de jerarquía en el sistema educativo y para desarrollar informes especiales para el gobierno. El imperio jesuítico es la respuesta de Lugones a esta encomienda gubernamental, y La restauración nacionalista, la de Rojas. La libertad creativa y la cuidada elaboración que traslucen ambos informes revela hasta qué punto la interpelación estatal no solo no pretende sesgar su autonomía intelectual sino que incluso la promueve, en tanto se los convoca en su calidad misma de escritores.

Las causas de la convergencia de las respuestas a esta interpelación no deben buscarse en acciones de coacción directa, sino en una articulación de clase compartida y, sobre todo, en el hecho de que estos intelectuales, en tanto escritores antes que por su condición de miembros de la oligarquía, asumen como propias preocupaciones similares. Antes de que el Estado se las requiera, los escritores en busca de la profesionalización han estado formulándose por su cuenta estas preguntas.

Tanto en el discurso político dominante como en el de la actividad literaria en vías de autonomización, emergen representaciones contradictorias del “pueblo” que lo constituyen simultáneamente en objeto de deseo y de repulsa. Las presiones democratizadoras de nuevos sectores sociales urbanos tienden a hacer explícita y urticante la contradicción, inscripta en el discurso de la democracia del Estado moderno, entre el pueblo como fundamento de la soberanía y el pueblo como sujeto incapacitado para conducir los destinos de la nación hacia el auténtico progreso. Asi también, las mismas condiciones de expansión de la alfabetización y de aparición de nuevos circuitos populares urbanos de la letra, que habilitan la profesionalización de los escritores, promueven un sentimiento encontrado hacia el pueblo que, al tiempo que se vislumbra como un público lector deseado, se percibe como la temida sombra de la vulgaridad. En ambos casos, la alternancia entre los términos “pueblo” y “masas” tienden a suplementar estas contradicciones. En el marco de la nueva alianza, los escritores y la fracción ilustrada del Estado oligárquico encuentran en el nativismo decimonónico la sustancia para diseñar una intervención intelectual y estatal capaz de enmendar lo que ambas partes perciben de un modo homólogo como una carencia a ser subsanada por la planificación cultural y educativa2.

Entre La tradición nacional de 1888 y Mis montañas de 1893, en diálogo de referencias recíprocas con otros escritores como Rafael Obligado, Joaquín V. González articula desde la emergente posición nativista para una literatura regional-nacional un programa para la producción de una auténtica literatura argentina que constituiría el fundamento de una serie. Sobre la base de un principio de regionalización del espíritu nacional, que promueve la “conquista” por las letras de cada una de las zonas del país y proyecta el canon de una literatura auténticamente argentina como un conjunto de obras que expresen el espíritu nacional contenido en cada una de las mismas, Mis montañas se constituye en la piedra basal de una serie de obras que pretenden hacer su aporte a este canon3.

Más de diez años después, tanto La guerra gaucha de Lugones como El país de la selva de Rojas son acogidos como nuevos enclaves de esta serie. Desde la conducción de la influyente revista Nosotros, Roberto Giusti celebra la publicación del libro de Rojas en función de “la conveniencia que existe para todo país, de que, palmo á palmo, región por región, vayan sus hijos conquistándolo por las letras” (150). Junto a los nombres de Echeverría, González, Obligado y Leguizamón, coloca a Lugones con La guerra gaucha como un eslabón de esta “empresa gallarda de dar una expresión literaria perdurable a cada rincón del suelo patrio” (151), y suma a ellos a Rojas, merced al cual “Santiago del Estero tiene, pues, desde ahora, también su libro como La Rioja, y, precisamente, ha sido al calor de Mis montañas que se ha forjado El país de la selva, de la misma filiación y con idéntica tendencia” (152).

El desdoblamiento de la noción de pueblo en los opuestos de la “masa” y el “folk” permite al nativismo abrir una negociación controlada con las perspectivas de los nuevos sectores populares. En tanto “folk”, se deposita en el pueblo la fuente esencial de una cultura y una literatura nacionales. Pero el mismo gesto de asignación de valor reserva para el sujeto que lo emite la autoridad para dirimirlo. La prédica nativista, que promueve la producción de una auténtica literatura argentina a partir del rescate y la elevación estética del espíritu nacional contenido en las tradiciones populares campesinas, construye un sujeto enunciador constituido por una dualidad. Desde Mis montañas hasta El país de la selva, aparece como un eje vertebrador de numerosas obras del nativismo el tópico de un viaje de retorno a la región natal. Los polos que articulan este viaje desde la capital a la provincia, desde la ciudad al campo, desde la edad adulta a la infancia, desde el presente al pasado, son constitutivos de la dualidad que legitima a este sujeto bifronte. Mientras el polo vinculado con el sustrato popular del espíritu nacional lo habilitaría para acceder de un modo no mediado a la esencia de la argentinidad, su costado culto y occidental le permitiría labrar la materia con una forma elevada. Sobre esta pretendida síntesis de los opuestos fundan, quienes se proponen como el ideal del escritor nacional, la autoridad tanto para conferir valor a la cultura popular como para retirárselo:

Pasó la Chaya montañesa, y allá, como en las ciudades, todo se ha confundido: la más alta y etérea poesía de la naturaleza y de las almas inocentes con la prosa descarnada, con la barbarie impúdica, con las desnudeces y las groserías de la bestia (González, Mis montañas 183).

La mediación que Lugones asume cuando se propone como “agente de una íntima comunicación nacional entre la poesía del pueblo y la mente culta de la clase superior” (El payador 201) se legitima, como señala Rojas, en el supuesto de que “los que nos mantenemos fieles a la tradición sin identificarnos con ella, podremos imponer el cauce á las nuevas corrientes espirituales y humanas” (Blasón de plata 235-236).

Paradójicamente, el discurso nacionalizante que esgrime el nativismo a partir de un cuidadoso y persistente deslinde entre el verdadero pueblo y las masas, no es otra cosa que el producto de una concesión a la perspectiva que estos nuevos sujetos sociales urbanos vienen articulando en los recientes circuitos de consumo masivo de la literatura. El folletín y el circo criollos cristalizan sentimientos de empatía e identificación con el gaucho mucho antes de que la elite letrada iniciara una revisión de su percepción del habitante rural argentino como símbolo de la barbarie. González manifiesta una clara conciencia de la necesidad de negociación con los gustos y la perspectiva de los nuevos sectores sociales populares cuando predica a favor de una literatura nacional capaz de promover el sentimiento patriótico que la nueva historiografía especializada no puede suscitar, una literatura accesible al “gran público” a partir de la integración de las formas “sencillas” y “amenas” que han venido gestándose en las zonas fronterizas de las letras y las masas4.

Hacia el centenario, cuando las presiones democratizadoras de estos sectores se hacen más visibles, el nacionalismo espiritualista del dispositivo nativista se constituye en el foco de las apuestas por la negociación de un consenso social capaz de conservar la hegemonía oligárquica. En Blasón de plata, Rojas propone:

¿Qué fuerza omnipotente y súbita venció la tradicional contradicción de nuestras razas ó clases sociales en una nueva unidad? He ahí la cuestión que no acostumbramos plantearnos los argentinos, pero cuya solución esclarece nuestro porvenir y mitiga las alarmas patrióticas que solemos sentir en presencia de las nuevas mestizaciones: -Lo que unió esos hombres diversos por la raza, la genealogía, el color, la cultura y las clases sociales, fueron la comunidad de la tierra y la comunidad de ideal (187).

El nacionalismo espiritualista de cuño herderiano, implementado por el nativismo finisecular como nunca había llegado a serlo con el romanticismo argentino de mediados del silgo XIX, permite ahora representar los conflictos de clases como un enfrentamiento entre los legítimos argentinos y los inmigrantes. Otros investigadores, como Miguel Dalmaroni, han señalado que en Blasón de plata toda la construcción del proceso evolutivo de la nación está visualizada desde la problemática contemporánea de la amenaza inmigratoria: desde la representación de los orígenes en la conquista, el evidente esfuerzo por acentuar la natural “hospitalidad” del nativo, o la tesis misma del origen extranjero del nativo americano, ponen de manifiesto la intención de Rojas por arrojar tranquilidad respecto de la deseada integración del contingente inmigratorio (125-140).

Pero el discurso de la integración de Ricardo Rojas, que apuesta a una futura síntesis dialéctica del aporte inmigratorio con el espíritu “indianista” de las fuerzas inmanentes de la nacionalidad, no deja de señalarlos entre “los enemigos de esa vieja raza argentina” (Blasón de plata 229) y de exhortarlos a renunciar al propósito de torcer nuestra evolución natural como nación (235). Lugones, desarrollando una crítica de la política social en torno al gaucho, también exhorta al rescate de los valores de esta “raza nacional”, contraponiéndola a los de los inmigrantes:

Olvidaron que mientras el otro era tan sólo un conquistador de la fortuna, y por lo tanto un trabajador exclusivamente, el gaucho debía aprender también la lección de la libertad, deletreada con tanta lentitud por ellos mismos; gozar de la vida allá donde había nacido; educarse en el amor de la patria que fundara. No vieron lo que había de justo en sus reacciones contra el gringo industrioso y avaro, o contra la detestable autoridad de campaña (El payador 61-62).

Olvidaron que mientras el otro era tan sólo un conquistador de la fortuna, y por lo tanto un trabajador exclusivamente, el gaucho debía aprender también la lección de la libertad, deletreada con tanta lentitud por ellos mismos; gozar de la vida allá donde había nacido; educarse en el amor de la patria que fundara. No vieron lo que había de justo en sus reacciones contra el gringo industrioso y avaro, o contra la detestable autoridad de campaña (El payador 61-62).

Estas inflexiones ponen de manifiesto una transformación sustancial del discurso identitario nacional del nativismo cuando es apropiado y resignificado en un nuevo contexto por estos escritores del centenario. En el discurso de la identidad nacional que desarrolla González, y profundizan otros autores como Leguizamón, a fines del siglo XIX, el “materialismo” al que se contrapone el espíritu esencial de la nación no recorta ninguna alteridad concreta. La idea de un materialismo vacío remite solo al progreso exclusivamente material y no recorta un colectivo “alteritario” específico. En cambio, en el discurso nacionalista de muchos escritores del centenario, como Rojas o Lugones, el materialismo comienza a ser directamente identificado con el contingente inmigratorio (aunque no exclusivamente). Lejos de constituir una situación que pueda darse por sentada, la construcción explícita del discurso identitario en confrontación con una alteridad definida es indicio de un conflicto histórico específico en el seno del colectivo social al que se intenta caracterizar5. Los nuevos “argentinos”, tanto los que han introducido las modalidades de la lucha obrera a partir del socialismo y el anarquismo, como los que han ascendido socialmente y pugnan por su representación en la política y en la cultura, son ahora percibidos como los depositarios del materialismo vacuo que mina las bases esenciales de la nacionalidad.

La construcción dual del sujeto, conjunción del acceso no mediado al sustrato popular del espíritu nacional con la alta cultura occidental, que funda la autoridad para la producción de una auténtica literatura argentina, sienta al mismo tiempo las bases de legitimidad para la conducción de los destinos de la nación6. La representación de la oligarquía como el sujeto social llamado por la historia para asumir el gobierno del Estado, relativamente implícita en el nativismo decimonónico, deviene explícita y articulada en el discurso de Rojas y Lugones. En sus conferencias de El payador, Lugones define el tipo del patrón, aquella “casta digna del mando” (52), como sujeto capaz de igualarse con los gauchos “hasta ser uno de tantos” (52), o incluso de ganar su respecto por ser “el más gaucho” (52), y, a la vez, como un cultivado políglota y aficionado a las artes. En constante flujo entre los dos polos del viaje que proponía el nativismo, entre el campo y la ciudad, este sujeto podía conciliar las tradiciones populares con la más elevada civilización europea:

Al contacto de la civilización, su urbanidad aparecía por reacción virtual como brillo de plata. Tostados aún de pampa, ya estaban comentando a la Patti en el Colón, o discutiendo la última dolora de Campoamor entre dos debates finacieros. Quién habría sospechado las aventuras y las tareas que acababan de acometer, al verlos cortejar con tanta gallardía, charlar con tanta espiritualidad, sonreír a la vida con tanta placidez bajo la barba peinada (53-54)7.

Asimismo, Rojas, en Blasón de plata, presenta a “los criollos de las casas hidalgas” (115) como la síntesis perfecta de la dialéctica entre “indianismo” y “exotismo”:

Arrieros los unos, comerciantes los otros, estancieros los más, adiestrábanse en el manejo del caballo, curtíanse á la intemperie de los campos amigos, templaban su carácter en los peligros y el mando, familiarizábanse con el alma del gaucho y del indio, traqueaban caminos impregnándose en la emoción de los paisajes americanos; y el que tuviera condición de caudillo, cautivaba con sus zalamas y favores las simpatías de la plebe. Así cuando el hermano volviera, licenciado ó doctor –de Chuquisaca, de Córdoba, de Lima, de Salamanca, de Alcalá, de Madrid,– su alma embargada por el latín de los infolios y las visiones de las tierras lejanas, tornaría a enraizarse en los suyos, reatándose por ellos á la tierra propia y el alma todavía oscura de la raza (180).

Aquella casta de los “nativos de selección” (187), “admirablemente forjados por el atavismo, el medio ambiente y la educación” (188), es presentada como “una estirpe […] que enseñará el modelo de la redención á las diversas clases sociales, y que retendrá durante siglos la dirección de su cultura” (224). La implícita construcción de un sujeto rector del Estado sobre la base de los mismos principios que articulan un ideal de escritor nacional sobreviene explícita y sistemática cuando los límites de la lucha política han dejado definitivamente de ser los de la clase oligárquica, y ésta se ve impelida a legitimar la conservación de su posición y la manifestación de sus intereses como los convenientes para la sociedad en su conjunto.

Pero la posibilidad de apelación a un referente identitario popular unificador, la de representar al contingente inmigratorio como amenaza materialista del espíritu nacional y la de sentar las bases de autoridad política de la oligarquía, esto es, las funciones que el nativismo puede cumplir en relación con la crisis de la hegemonía del Estado oligárquico, no son los únicos factores que permiten explicar la apropiación de este dispositivo por parte de los escritores que examinamos. Como adelantamos, el dispositivo nativista constituye también una respuesta a las problemáticas específicas de la actividad literaria que aquejan a estos escritores de comienzos del siglo XX.

La posición nativista de una literatura regional-nacional surge en el emergente campo literario nacional como un frente de oposición a las tendencias “cosmopolitas”. En contraposición con ellas, se postula como vía de una producción verdaderamente original frente a la imitación de modelos estéticos extranjeros. Es posible que, hacia el centenario, el predominio que este punto de vista alcanza en los escritores argentinos constituya también un modo de hacer frente a lo que reconocen como una evidente desventaja competitiva con la literatura extranjera en el mercado local. En las conferencias que ambos pronuncian con motivo de la Primera Exposición Nacional del Libro en 1928, Lugones y Rojas coinciden en este diagnóstico de la situación del escritor nacional. Desde una mitrada retrospectiva, la afirmación de Lugones que califica como “muy argentino” el favoritismo nacional por los autores extranjeros (Cit. en Gasió 80) se anuda con la apreciación de Rojas acerca de las obras nacionales, que destaca en el presente “su circulación restringida, de escasa influencia nacional, por sugestiones exóticas que alejan a muchos lectores” (Cit. en Gasió 32).

La disyuntiva entre el nativismo y el cosmopolitismo adquiere un nuevo valor estratégico en este contexto. Mientras la adopción de las tendencias europeas más nuevas puede redundar en cierto prestigio en el campo local, siempre subsidiario del crédito otorgado a las letras extranjeras, la postulación de su propia producción como expresión del espíritu propio de la nación reporta un valor que aparece como insustituible y respecto del cual la prestigiosa literatura foránea no representaría una competencia.

Pero, además, en relación con la competencia interna del campo local, el dispositivo nativista, articulado en sus orígenes por escritores descendientes de oligarquías del interior del país que buscan ganar reconocimiento en el emergente campo literario de la capital, contiene las herramientas ya listas para implementar estrategias de confrontación con los escritores de la capital federal, los “porteños”. La antítesis entre el materialismo del mero progreso económico y el espíritu nacional contenido en la tradición se espacializa con el nativismo en la oposición entre la capital nacional cosmopolita y las provincias como reservorios de la argentinidad. En el contexto de estas coordenadas de sentido, el origen de provincia del escritor puede ser esgrimido como un capital simbólico, como la garantía de una acceso auténtico y no mediado al sustrato esencial de la nacionalidad, en contraposición con “la mentalidad escasamente indiana y cosmopolita de los hombres del puerto” (Rojas, Blasón de plata 205). La reivindicación de este origen era ya un elemento constituyente de la serie canónica de una auténtica literatura argentina que proyectaba González. El propósito era el de conquistar a través de la literatura cada una de las regiones del país, y quién podría hacerlo mejor, en cada caso, que un escritor que participara de la sustancia tradicional y nacional contenida en cada una de ellas. Pero, lejos de constituir una síntesis estable, este marco de significación introduce en el nativismo una persistente tensión entre lo regional y lo nacional que encuentra diferentes modos de resolución en una variedad de autores y de obras.

El provinciano Ricardo Rojas desarrolla una apuesta fuerte en esta dirección cuando publica El país de la selva: “pequeña ofrenda prometida por mi corazón a aquella tierra donde viví la infancia, y donde ahora muertos de mi sangre, duermen al suave arrullo de sus frondas” (Rojas, El país de la selva X). El tópico del viaje de retorno en busca de la poesía esencial, de la capital a la provincia, de la ciudad al campo, de la edad adulta a la infancia, del presente al pasado, atraviesa todo el cuerpo de la obra. Sin embargo, a diferencia de otros escritores nativistas que, como Martiniano Leguizamón, persisten en la identificación de su obra con la región de origen, en la trayectoria posterior, la producción de Ricardo Rojas tiende más bien a nacionalizarse que a regionalizarse.

Leopoldo Lugones desarrolla una trayectoria en la dirección inversa. Es hacia el final de su obra poética, en Poemas solariegos o Romances del Río Seco, cuando encontramos las apuestas más fuertes de regionalización8. En La guerra gaucha, la primera de sus obras en la que inscribe principios de la posición nativista, tanto la elección de una temática histórica y espacialmente alejada de su lugar de origen como la ausencia de cualquier referencia autobiográfica revelan, en contraste con otras obras reconocidas como eslabones de la serie proyectada por González, una cuidadosa voluntad de evitar regionalizar el sujeto autorial. Desde luego, tanto en las Odas seculares9 como en El payador10, numerosas referencias inscriben las huellas de un “linaje, que incluye cuna o nacimiento y, sobre todo, una experiencia autobiográfica de fusión con la tierra que lo autoriza […] a hablar de la nación” (Dalmaroni 88). Sin embargo, estas huellas no alcanzan a precisar un referente regional diferenciado, ni a regionalizar la figura autorial en la dirección que promovía González y que Leguizamón lleva al extremo. Incluso las referencias autobiográficas tendientes a representar un vínculo directo con la tradición rural que disemina en El payador, se deslizan marcando la continuidad más que la diferencia con el espacio pampeano del poema Martín Fierro que se propone canonizar como epopeya nacional.

En Historia de la literatura argentina, Rojas discute abiertamente los principios de regionalidad en que se asentaba el programa nativista original:

[Además de la pampa] Otras regiones de nuestro país han tenido ya sus intérpretes en la literatura nacional: la vida andina del oeste en Mis montañas de Joaquín González, la vida entrerriana del este en el Montaraz de Martiniano Leguizamón, la vida patagónica del sur en Voz del desierto de Eduardo Talero; la vida del norte en El país de la selva, –si me es permitido citar el único libro que conozco, dentro de este carácter, sobre la región de los bosques… Pero las obras de esta especie, o señalan por la decoración de su ambiente los aledaños de la llanura natal, o entran, por sus personajes gauchescos, en el crisol pampeano de la vida argentina (Tomo I, 83-84).

La tensión, presente en toda la literatura nativista, entre la homogeneización de las regiones a partir del paradigma del gaucho (pampeano) como tipo nacional y la regionalización de los tipos y costumbres de cada provincia, se resuelve en esta obra de Rojas con una fuerte apuesta al primer polo. Declara abiertamente su desacuerdo con “quienes pretenden que los gauchescos solo ofrecen un carácter regional” y sostiene “la universalidad del tipo dentro del territorio, de la historia y de la cultura argentinas” (82). La operación crítica de homogeneización sobre la base de la gauchesca como expresión nacional totalizadora recurre también a un argumento geográfico que apunta en sentido contrario del que promueve González, quien sostenía que “la grandeza de nuestra patria tiene esta cualidad: no permitir que por un solo signo se retrate o califique toda su extensión, pues hay en ella las naturalezas más antitéticas y los climas, las vegetaciones, los hábitos y supersticiones locales más diversos” (Cit. en Leguizamón 8-9). Rojas, en cambio, argumenta: “Sobre la variedad geográfica de nuestros paisajes y la variedad geológica de nuestras tierras, un carácter predomina entre todos: la pampa, que nos convierte así en un pueblo de clima templado y de llanura (Historia Tomo I, 78).

En las últimas décadas del siglo XIX, la apuesta de González por una literatura nacional conformada por los aportes provinciales estaba sobredeterminada por varios factores. No se trataba solo de una apuesta por hacer valer su origen provinciano como un capital simbólico, sino que también se articulaba en el campo político con un enfrentamiento que había perdido actualidad hacia el centenario. En efecto, González, varias veces ministro de Julio Argentino Roca, contendía en el plano simbólico con la apuesta que el principal opositor político en ese entonces, Bartolomé Mitre, había trazado con su producción historiográfica. Mientras la historiografía de Mitre, acorde con su política centralista, planteaba la oposición entre un interior provincial retrógrado y una ciudad-puerto impulsora del progreso y la civilización, González legitima en el plano simbólico el proyecto de Roca, que abre la participación de las oligarquías provinciales en la hegemonía nacional, con el trazado de un mapa cultural de la nación compuesto por el aporte diferente y necesario de cada una de sus regiones naturales y humanas, mapa en el que la pampa representa solo uno de los sustratos espirituales del conjunto11.

En el contexto político en que intervienen Rojas y Lugones, la hegemonía oligárquica se halla amenazada por contiendas que superaran los límites de las divisiones internas de esta clase social y las presiones democratizadoras hacen más urgentes las acciones tendientes a formar una ciudadanía que pueda responder a los intereses de la misma. Es probable que, tanto la relativa pérdida de vigencia de los enfrentamientos entre las oligarquías regionales, como las nuevas urgencias políticas del presente, hayan contribuido al apogeo y la dispersión del nativismo. Mientras la necesidad de nacionalización de las masas promovería su apogeo, la necesidad de una representación más beligerante, unificada y homogénea apuntaría a la dilución de su tendencia hacia la regionalización literaria.

Volviendo al terreno específico de la actividad literaria, podemos afirmar que el nativismo se originó en Argentina a través de un proceso de negociación con el nuevo circuito popular de la letra. El propósito de alcanzar a un amplio público lector, ya vislumbrado por González en términos de necesidad ideológica, recibe un nuevo impulso desde el último lustro del siglo XIX, al asociar su producción con la posición nativista de escritores más involucrados en un proyecto de profesionalización a través del mercado. Tal es el caso de Martiniano Leguizamón, de Roberto J. Payró o de José S. Álvarez (“Fray Mocho”), quienes desde espacios de circulación más próximos al circuito popular, como el periodismo o el teatro, profundizan la negociación con los gustos populares. Desde un comienzo, la aproximación a las formas propias del gusto popular de la época introduce una tensión en el seno de la posición nativista. Los escritores nativistas desean un amplio público lector para su literatura; pero a la vez, ambicionan el reconocimiento de sus pares por la excelencia estética. Ambas motivaciones apuntan en direcciones contrarias y atraviesan de uno u otro modo todo el espectro del emergente campo literario, alcanzando diferentes puntos de equilibrio (o de contradicción) en distintos proyectos estéticos. En la posición nativista, la inestable e imprecisa frontera que los separa del circuito popular exige la explicitación constante de una distancia, porque siempre son pasibles de la imputación del estigma de la vulgaridad12.

Cuando habla de los folletines criollos de Eduardo Gutiérrez, Rojas reconoce que “es tan innegable su interés social, por el éxito popular que ellos lograron y aún mantienen, que sería vano prurito el querer suprimirlos con un gesto aristocrático” (Historia Tomo II, 587). Incorpora la producción de Gutiérrez en la clase de “los gauchescos”, cuya literatura y cuyas formas “constituyen la poesía de la emoción territorial, médula vivaz del árbol simbólico” que representa la evolución de la literatura nacional. Sin embargo, considera prácticamente nulo su valor estético y formal. La vulgaridad que caracteriza a la obra de Gutiérrez se extiende como un estigma que alcanza a toda la literatura de “los gauchescos”, aun cuando se considera el germen ineludible de una auténtica literatura nacional:

Sea por el vulgarismo ingenuo de los payadores folklóricos, o el vulgarismo derivado de los gauchescos, o el vulgarismo necesario de los dramaturgos criollos, es lo cierto que un cierto aire de simplicidad en la psicología (caracteres, asuntos, ambiente) y de rusticidad en la técnica (verso, diálogo, poema), ensambla y caracteriza toda esa forma estética (Tomo I, 56).

También Lugones era consciente de que la vulgaridad era la frontera que proyectaba su sombra sobre la posición nativista. Cuando publica las conferencias en las que, al igual que Rojas, propone el poema gauchesco Martín Fierro como épica nacional, advierte:

Los pulcros universitarios que, por la misma época, motejáronme de inculto, a fuer de literatos y puristas, no supieron apreciar la diferencia entre el gaucho viril, sin amo en su pampa, y la triste chusma de la ciudad, cuya libertad consiste en elegir sus propios amos; de igual modo que tampoco entendieron la poesía épica de Martín Fierro, superior, como se verá, al purismo y a la literatura.
Por lo demás, defiéndame en la ocasión lo que hago y no lo que digo. Las coplas de mi gaucho, no me han impedido traducir a Homero y comentarlo ante el público cuya aprobación en ambos casos demuestra una cultura ciertamente superior. Y esta flexibilidad sí que es cosa bien argentina (El payador 15-16).

Nuevamente, la distinción entre el auténtico pueblo y las masas urbanas constituye una de las herramientas que regularmente permiten a los nativistas deslindar lo “popular” de la “vulgaridad”, a la vez que se arrogan la autoridad para establecer la diferencia, dado que la “flexibilidad” constitutiva de su dualidad comporta también el elemento de cultura superior que les permite, por ejemplo, traducir a Homero. En efecto, a lo largo de todas sus conferencias, Lugones desarrolla un amplio despliegue y alarde de erudición para cimentar su lugar de saber.

Un núcleo polémico en torno al cual se negocia y se circunscribe la frontera entre la “verdadera” literatura y la literatura de los circuitos populares es el del idioma. En los primeros años del nuevo siglo, la publicación de Ernesto Quesada, El “criollismo” en la literatura argentina, arroja claridad sobre los puntos álgidos del debate en torno a una definición nacional de la lengua y de la literatura. En relación con la poesía gauchesca, Quesada estima que hubiera resultado conveniente “que el uso del lenguaje gauchesco se hubiera limitado á lo indispensable, y que los cánones de la poética y de los buenos hablistas hubieran sido observados” (42). Pero más allá de la recomendación de una adopción literaria limitada del lenguaje gauchesco, lo que más le preocupa en la actualidad es el hecho de que por esta vía criollista la literatura “se convertirá en un pandemonium de jergas” (70). Advierte en la prosa nativista de Leguizamón y “Fray Mocho” los últimos destellos de la literatura de este género, que es aún utilizada:

porque, en el periodismo destinado á las masas, es más fácil predicar o criticar empleando aquel lenguaje que no el correctamente literario; antes, como la mayoría de los lectores pertenecía a la clase gaucha genuina, el lenguaje gauchesco era indispensable para que los periódicos penetraran hasta las pulperías; hoy, las clases populares están en plena racha de simili-gauchismo y estos neocriollos –verdaderas caras de chinche en ayunas, como dice el paisano– gustan remedar ese dialecto y que los tomen por gauchos, de modo que su vanidad se siente halagada al ver que se escribe para ellos en aquella jerga… (109).

Su preocupación más acuciante apunta al uso literario, no “del habla rural genuina, que aún se conserva, allá por los confines de la pampa”, sino del “hablar italo-criollo, ó sea la jerigonza cocoliche” (52-53), el “dialecto más antiliterario imaginable”, o, peor aún, de la mezcla entre “el cocoliche y el orillero, como estilo típico de clases sociales determinadas” (60) y de la incorporación del “vocabulario lunfardo, ó sea de la gente de mal vivir” (61). Así, se pregunta:

¿Puede sensatamente pretenderse que esas corrupciones del idioma de las clases iletradas, constituyen lo característico de nuestro país y sean la nota criolla de nuestro modo de pensar, hasta el extremo de que deban cultivarse como distintivo nacional de nuestra literatura? (71).

El debate acerca de los límites de lo popular en relación con la problemática la nacionalidad alcanza en torno a la cuestión del idioma nacional y de la lengua literaria una considerable nitidez respecto de su articulación material con los conflictos de clase. Las formas inaceptables del lenguaje, junto con los significados y los valores propios de nuevos sectores populares urbanos, hallan expresión literaria en los nuevos circuitos “criollistas” de difusión masiva de Buenos Aires.

En su informe gubernamental acerca de la educación argentina, Rojas manifiesta una preocupación cercana a la de Quesada cuando señala como una consecuencia del cosmopolitismo “la corrupción popular del idioma” (La Restauración 84), de un idioma amenazado “por la barbarie dialectal de las inmigraciones” (86). Y, años más tarde, en relación con los folletines criollos de Eduardo Gutiérrez, dictamina: “Escritos, no en dialecto gauchesco, sino en el habla familiar de su populosa clientela, es muy escaso el valor artístico que estas obras presentan en su composición” (Historia Tomo II, 587).

En el mismo volumen de su Historia de la literatura argentina, defiende un uso limitado de las formas de lenguaje popular, justificadas en el teatro, por ejemplo, a partir de un ideal estético realista (639).

Asimismo, en un artículo de crítica literaria publicado en la Revista Buenos Aires en 1899, Lugones reprocha al escritor naturalista Francisco Sicardi el “desenfado incomparable” con que viola la sintaxis. Examinando esta reseña de Lugones, Graciela Salto señala:

Ningún comentarista había reparado, antes de Lugones, en el peculiar énfasis de Sicardi en la configuración de su Libro Extraño como una genealogía de la nación que, ante la declinación “de la vieja alma nacional”, debía escribirse en la lengua del suburbio para así desenmascarar las patologías implícitas en el resto de las poéticas vigentes (9).

En cambio, cuando propone al Martín Fierro como poema épico nacional, evalúa positivamente el uso del “lenguaje poético del pueblo, en el cual tenía que expresarse, naturalmente, un paladín popular” (Lugones, El payador 33). Partiendo de una asociación directa entre idioma y nacionalidad, elogia el acto de “inventar un nuevo lenguaje para la expresión de una nueva entidad espiritual” (14). Pero, como ha señalado Dalmaroni, en consonancia con su prédica modernista, es en la labor original sobre la lengua del poeta donde ubica Lugones la autoridad para la elaboración del idioma nacional:

De este modo, la matriz modernista que reconocía sólo a la aristocracia del espíritu el derecho al más libre despliegue estético, da apenas un paso atrás, hacia la versión romántica del mismo principio, para negociarle al Estado moderno en dificultades un pacto con la cultura popular: también los payadores errantes, también Martín Fierro, también José Hernández, forman parte de ese linaje de raros (Dalmaroni 93).

Nuevamente, en el mismo acto en que concede a la cultura popular la posibilidad de invención de una lengua nacional, se adjudica a sí mismo, como poeta nacional, la autoridad para emitir un juicio válido al respecto.

Tanto Rojas como Lugones tienen plena conciencia de que al asociar su producción literaria con el nativismo se exponen al riesgo de la acusación de vulgaridad. Lugones con el Martín Fierro en El payador, y Rojas con los relatos orales de animales que recoge en El país de la selva, recurren, como ya lo habían hecho antes sus predecesores nativistas, a una vasta gama de referentes eruditos de la cultura occidental para convalidar su legitimidad literaria. Pero, si en los años del primer nativismo de González, cuando las condiciones de constitución de un campo literario relativamente autónomo eran aún muy incipientes, cuando apenas comenzaba a resquebrajarse la antigua concepción retórica de la literatura como el conjunto de la producción letrada, como unidad indisociable entre el “bien decir” y el “bien pensar”, si entonces era posible plantear en buena medida la cuestión del valor literario en el terreno del contenido, oponiendo y reuniendo al mismo tiempo el saber ligado a la esencia popular de la nación y el saber erudito y libresco, en el período en el que Lugones y Rojas se asocian con el nativismo, las nuevas condiciones de autonomización y especialización de la literatura, inseparables de las batallas ganadas por el modernismo, hacen necesaria una estrategia defensiva en el terreno de lo que comienza a recortarse como lo específico del valor literario, el de la elaboración formal.

La recepción crítica que obtuvieron los primeros textos nativistas de Rojas echa luz sobre las estrategias desarrolladas en este terreno. En relación con El país de la selva, obra a la que elogia enfáticamente, Giusti señala uno de los aspectos que considera negativos:

El libro se desliza con el tono de una narración, casi siempre sencilla, llana, que nos pone en contacto directo con las cosas y los seres que el autor se propone pintar. Por este motivo repruebo el primer capítulo, en el que un cierto aparato épico –propio, comprendo, de la materia tratada– y algunas formas estilísticas lugonianas que el asunto involuntariamente sugiere, le hurtan al relato sencillez y naturalidad (151).

Unos años después, Manuel Gálvez, compañero de armas de Rojas en el proyecto de la revista Ideas de comienzos del siglo, cuando desarrolla una reseña crítica de Blasón de plata, desestima este tipo de ataques que considera infundados:

También he oído decir que Rojas imita en su estilo a Lugones. No comprendo semejante afirmación, pues me parece difícil encontrar dos estilos más distintos. ¿Qué tiene que ver la prosa clara, perspicua, sonora, musical de Rojas con la prosa oscura, sintética, sinuosa, enérgica y no siempre musical de Lugones? (239-240).

Pero de inmediato señala que “es cierto que Rojas emplea a veces ciertas formas sintáxicas cuya invención se atribuye a Lugones”, pero cuya creación no le pertenece aunque “el modernismo las ha puesto en boga” (240). En términos valorativos, estas observaciones se tornan ambiguas cuando se las vincula con sus apreciaciones acerca del uso de un estilo “quizás en exceso sonoro y oratorio” por parte de Rojas, distante de las preferencias de Gálvez por “la prosa viviente, jugosa, sin énfasis ni empaque alguno, la prosa sin literatura y que es toda precisión y energía” (239).

Entramadas en un contexto celebratorio, estas críticas negativas por parte de Giusti y Gálvez ponen en evidencia la tensión de un desplazamiento de la obra de Rojas respecto de las producciones nativistas precedentes, una mixtura que resulta imposible en términos de los principios de visión y división que articulan el campo literario hasta entonces. Se trata de la apertura de un puente de mediación y contaminación entre las posiciones enfrentadas del nativismo y el modernismo. Lugones abre estrepitosamente las puertas de este intercambio con la publicación de los relatos de La guerra gaucha.

En el cambio de siglo, el modernismo representa la tendencia “cosmopolita” en contra de la cual articula el nativismo su relevancia y hasta su unidad. Martiniano Leguizamón, el escritor que por entonces lleva al extremo el proyecto nativista finisecular, cuestiona severamente a:

nuestros escritores jóvenes que sacrifican y desdeñan a veces los dones nativos, por ir a imitar las creaciones enfermizas y carentes de emoción de los bebedores de ajenjo, que atormentan el noble y sonoro verso castellano con combinaciones métricas extrañas, o derrochan talento en malabarismos estrafalarios, cortando el vuelo a la inspiración que pugna por romper tan estrechas ligaduras… (Páginas 117).

También la nueva posición realista, desarrollada por Gálvez y promovida por Giusti, que se ubica en clara simpatía, proximidad e intercambio con el nativismo, adopta una perspectiva enfrentada con el modernismo que, a comienzos del nuevo siglo, se instala cómodamente en el campo como una vanguardia consagrada. Gálvez declara la muerte de “los ‘pontífices de la rima azul’, los ‘iniciados’ y los liliales” (208), alambicados y femeninos, en una sociedad en la que “jamás hubo ‘torres’ de ninguna clase, ni siquiera torres de marfil” (207). Tanto en nombre del nacionalismo como del realismo, Gálvez, admirador confeso del modernismo en su juventud, sopesa su aporte a la literatura argentina y profetiza su expiración:

Del decadentismo han quedado algunas admirables conquistas: el culto de la prosa artística, el odio al lugar común, la rebusca de la personalidad. Ahora como escuela, el decadentismo sólo es seguido por algunos jovencitos recién venidos de las provincias... o de París. Toda la resaca de la delicuescencia será pronto barrida por la marea del nacionalismo, que, al llevarnos a intentar una literatura verdaderamente nacional, nos obligará a estudiar la realidad que nos rodea y a inspiramos en la naturaleza y en la verdad (208).

Como ha mostrado Sonia Contardi, la perspectiva con la que Ricardo Rojas se posiciona en relación con el modernismo es muy similar a la que establece Gálvez. En la introducción de Historia de la literatura argentina, dictamina:

es evidente que su renovación perfeccionó las formas de nuestra literatura y nuestro sentido universal de la belleza, aunque nada hizo por la cultura como expresión orgánica de la nacionalidad. La nueva generación argentina parece haber empezado ya una reacción contra ese movimiento (Tomo I, 52).

Amigo personal de Rubén Darío y, al igual que Gálvez, admirador del modernismo en su juventud, Rojas destaca el valor positivo de este movimiento en la fragua definitiva de un gusto literario moderno y sofisticado que exige ahora “al poeta más conciencia de su arte, en las palabras y en el plan; más nitidez y proporción de las formas” (Tomo VII, 287).

Los juicios de reconocimiento positivo hacia el modernismo por parte de estos autores, comprometidos con los principios de visión de quienes se manifiestan abiertamente como sus opositores, son indicios de la clave que explica la apertura de un canal de intercambio con el modernismo que redunda en el desplazamiento y la dispersión de la posición nativista.

El cuadro con que Rojas abre su texto de apuesta nativista más ortodoxa, El país de la selva, convoca de inmediato estas asociaciones:

Anochecía en aquel bosque…

Bajo su gran techumbre, bordada de follajes en tosca urdimbre de ramas, anticipábase la sombra, entenebreciendo salvajes retiros. A todo rumbo dilatábase lo inexplorado de la selva virgen. Expresiones humanas asumían las ásperas cortezas, desfiguradas en la penumbra del crepúsculo: este hueco siniestro semejaba el ojo solitario de un cíclope; ese nervudo gajo, el poderoso bíceps de un atleta; y la arboleda toda, un petrificado ejército de gigantes… (15).

Lejos de la “difícil sencillez” del estilo pregonada por los nativistas finiseculares13, esta descripción de la naturaleza de la comarca natal remite a los lectores cultos de la época a la prosa modernista en general y, en particular, a los ensayos de estilo desarrollados por Lugones en sus relatos épicos de la guerra de la independencia nacional.

Lugones, que había sellado su presentación en las letras nacionales con una fuerte apuesta por el modernismo, lleva al límite extremo el artificio del lenguaje y las imágenes características de esta estética cuando acomete su primera obra asociada con el nativismo, esa epopeya “rara” de cuyas mixturas habla María Teresa Gramuglio en su texto “La primera épica de Lugones”. El artificio formal se exacerba en un regodeo del mismo acto de representación que desplaza casi al borde de lo irrecuperable el referente del discurso, sobre todo cuando acomete la descripción de la naturaleza nativa o de las costumbres del vulgo. Así desarrolla, por ejemplo, la escena en la que los campesinos salteños carnean una res:

Chaneladas de carne, las costillas formaban un buque sangriento de cuyo fondo iban saliendo las achuras.

El entripado con sus nódulos en humedades lilas y aguas de mapa: los bofes en vivo rosa de sandía; la mermelada oscura del hígado, la laja gris del bazo…

Aparecían las ancas envueltas en crasos amarillos y violetas satines; y algún tajo descubría el profundo rojo de la masa muscular, interrumpido por tegumentos de cárdeno nácar o cartílagos de esteárico blancor (La guerra 198).

El descenso de los temas más “bajos”, que a veces sugieren en el autor tanto la fascinación como el desprecio, concita en la escritura un dramático ascenso hacia los estereotipos del gusto refinado de la época. Radicado en Argentina, el escritor catalán Juan Más y Pi celebra la aparición de La guerra gaucha:

Hacer literatura criolla no es, como se pretendió por mucho tiempo, dar libre rienda al atavismo vergonzante en pugna con el criterio de la civilización moderna […] [Lugones logró] comprender que el criollismo podía ser una fuente de viva emoción artística, cuando se la quisiera mirar desde arriba. Y Lugones trepó, y cuando ya no corrió el peligro de confundirse con la canalla que formaba el ambiente de su cuadro, cuando pudo tener la seguridad de su observación, cantó la noble gesta admirable (Cit. en Leguizamón, Páginas 190-191)14.

Tanto la incorporación de Rojas como la exacerbación de Lugones de los recursos del estilo modernista en sus primeras obras nativistas, los exponen a las críticas de los promotores iniciales de esta posición, pero los aparta de la frontera de la vulgaridad que siempre la amenaza. Como recuerda Lugones muchos años después: “Este movimiento, [el modernismo] que ha tenido tanta difusión, no interesaba, agregó, sino a contados escritores y carecía en absoluto de trascendencia popular (Cit. en Gasió 79).

El estilo modernista aporta con su sola presencia, a comienzos del siglo XX, el potencial de significar elaboración estética culta, el polo opuesto de la vulgaridad, aquello que en el joven campo literario comienza a ser deslindado como el valor específico del arte. Es cierto que la exacerbación de los criterios de “buen gusto” de la época llegaría a rozar los límites del “mal gusto”, tal como lo señalarían luego los jóvenes escritores de la vanguardia. Además, como lo sugiere la observación de Lugones en 1928, numerosos aspectos de la estética modernista también merecerán muy pronto el favor popular.

La pretensión de alcanzar mediante la literatura a un gran público de lectores remite en la dirección opuesta de la búsqueda de reconocimiento por parte de sus pares. Rojas y Lugones proyectan en cada obra un punto diferente de equilibrio o contradicción entre ellas. Lo cierto es que ambos predicaron a favor de la producción de una literatura nacional capaz de seducir y elevar, desde lo político y lo estético, la subjetividad de los sectores populares. Pero, con ello, se dirigían en primer término a los conductores del Estado y a sus pares.

NOTAS

1 Véase: Chein, La invención.

2 Hemos desarrollado un análisis exhaustivo de las condiciones sociales de articulación de esta alianza de escritores y Estado hacia el centenario en un artículo inédito titulado “La cultura nacional como espacio emergente de articulación entre el Estado y las letras en la Argentina del Centenario”, recientemente enviado a la revista ecuatoriana Kipus. Los antecedentes de esta propuesta que recogemos en aquel trabajo pueden consultarse en Dalmaroni (La república de las letras) y Terán (“El fin de siglo argentino: democracia y nación”).

3 Véase: Chein, La invención.

4 Véase: Chein, La invención.

5 Véase: Chein, Kaliman et al., y Chein y Campisi.

6 Véase: “Sujeto de la literatura y sujeto de clase” en Chein, La invención.

7 El elogio de su capacidad natural para el gobierno de estas tierras se corona con la afirmación de que “la historia, en coincidencia con casi todos los pensadores, desde Aristóteles hasta Renán, demuestra que los mejores gobiernos suelen ser las oligarquías inteligentes” (Lugones, El payador 54-55).

8 “En la Villa de María del Río Seco, // Al pie del cerro del Romero, nací. // Y esto es todo cuanto diré de mí, // Porque no soy más que un eco // Del canto natal que traigo aquí”. (Lugones, Antología 173).

9 Por ejemplo, en la oda “A los Andes”, en la que insta desde allí a la apreciación de la argentinidad con “Ojos mejores para ver la Patria” y autoriza su exhortación en la construcción autobiográfica (“Yo, que soy montañés, sé lo que vale // La amistad de la piedra para el alma.” (Lugones, Antología 72)), o en el cierre de la oda “A los ganados y las mieses”, en la que introduce una escena autobiográfica de su infancia para conmemorar el día de la patria y que culmina con los versos: “Así en profunda intimidad de la infancia, // El día de la Patria en mi memoria, // Vive a aquella dulzura incorporado // Como el perfume a la hez de la redomona. // ¡Feliz quien como yo ha bebido Patria, // En la miel de su selva y de su roca!” (96).

10 Dalmaroni recoge, sintetiza y examina las múltiples referencias de este tipo que Lugones disemina en El payador (89).

11 Para un análisis más detenido de este aspecto de la obra de González, véase: Espósito y “Articulación del programa literario con el campo político” en Chein, La invención.

12 Véase: Chein, “Pueblo-Nación”.

13 Véase: Chein, “Pueblo-Nación”.

14 Véase la respuesta indignada del nativista Martiniano Leguizamón en “Nuestros orígenes literarios”, Páginas argentinas.

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